En los templos japoneses los visitantes rinden tributo a sus difuntos enrollando unos papelitos diminutos con una oración en unas cañas de bambú, cuyas cabecitas contienen una mecha que permite que por las noches se conviertan en antorchas, como si las almas de los homenajeados se encendieran al final del día para leer las palabras bonitas que siguen atándolos a los suyos. Lo que sigue no es una oración, es una brevísima suma de recuerdos, pero el fin es el mismo, mantener la lumbre titilando. Mi abuelo paterno era maño, de un pueblo de mala muerte llamado Moros, en el que tengo una fotografía de muy pequeñito montado sobre un burro flanqueado por botijos. Dos hechos dotan de estatura mítica su figura siempre humilde y reservada: haber formado parte de la denominada "quinta del biberón" que marchó a la guerra civil con 17 años y haber levantado un 600, que estaba en doble fila, con sus propias manos. Para casarse con mi abuela se añadió siete años. Empleado de toda la vida en el Banco Zaragozano, apareció de extra en Atraco a las 3. Podéis verlo cruzar fugazmente las espaldas de José Luis López Vázquez. No sabía pronunciar la "x" (llamaba a mi hermano Ales) y en sus últimos 20 años solo fue al cine dos veces, en ambas ocasiones a ver Godzilla. El día de las malas noticias estaba viendo la serie Felicity (una de mis perdiciones más sonrojantes) y congelé la imagen para atender el teléfono en el momento en que una lágrima surcaba la nacarada piel de Keri Russell. Aquella noche insomne Ales insistió en poner la película A todo gas a las 3 de la madrugada, donde nadie iba en un burro con botijos ni levantaba un 600 con sus propias manos. Nos habíamos quedado solos.
17 junio, 2005
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