28 septiembre, 2008

Modelo Antifoni

Hace muchos años que tengo una lámpara de Ikea como esta:



Es el modelo Antifoni. Está muy bien. Es completamente articulable, gasta una bombilla cada dos años y es perfecta para trabajar en el ordenador. No conozco a nadie que tenga una igual, aunque seguro que el mundo está lleno de ellas, igual que está lleno de estanterías Billy y de cajoneras Ronin de color rojo como las que también tengo en casa.

El otro día, viendo un capítulo de Cómo conocí a vuestra madre (sigo sin verle demasiado la gracia a esa serie) vi mi lámpara en una esquina:



Y, dos días después, observé tres más en el último capítulo de Prison Break:



Me pareció verla una vez también en Yo soy Bea, pero no dispongo de pruebas documentales y tampoco voy a buscarlas.

Le tengo un nuevo respeto a mi lámpara ahora. Quizá hasta miedo...

18 septiembre, 2008

DFW



Un sms a las 8:21 de la mañana del pasado domingo me comunicaba el suicidio del escritor David Foster Wallace. una noticia así siempre produce como primera reacción una extrañísima estupefacción, que surge de la imposibilidad de nuestra mente cuerda para concebir que uno pueda sacrificar su vida, lo único que en el fondo poseemos. "Sólo hay un asunto filosófico verdaderamente serio y ese es la muerte" declaró Albert Camus. Aplacado un poco este shock que aboca a un abismo terrorífico, lo siguiente en que pensé fue en la manida reflexión de lo terriblemente difícil que ha de resultarle a un genio conseguir encajar en el mundo. Obsesiva, retorcida, dolorida, paranoica, enfermiza, a ratos asfixiante y petulante, la literatura de DFW mostraba a un individuo con una capacidad de observación y de análisis tan excepcionales que rayaba con frecuencia la demencia. Supongo que resulta inevitable no atormentarte si abres tanto los ojos que dejas entrar demasiados ángulos ciegos y puntos de sombra. 
Más tarde me resultó de lo más perturbador y cruel que el escritor se hubiese ahorcado en su casa sabiendo que iba a encontrárselo su mujer, con lo que al trauma de su muerte le añadía a su pareja la insoportable y por siempre fantasmagórica imagen de su consumación física, una infinita broma de pésimo gusto. 
Personalmente, la obra de DFW significó un regalo divino, una excitante revolución, una puerta a otra dimensión, una de esas experiencias místicas, sobrecogedoras y noqueadoras que uno encuentra en contadísimas ocasiones en su trayectoria lectora, y que consigue una reacción paradójica: sentirte empequeñecido ante la prodigiosa materia gris y pirotecnica verbal de un escogido para elevar el listón del potencial artístico de la humanidad, al tiempo que te hace crecer al proyectarte hacia cotas de placer intelectual insólitas. la crónica/ensayo que da título al conjunto Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer me parece 
que marca el techo de lo que puede alcanzarse con un artículo periodístico de ideas.
Hace bastantes años, intenté machaconamente que el autor me diera audiencia y tuve que conformarme con cuatro desganadas respuestas on line, pero ni así disminuyó mi interés por sus libros. Releí hace poco su pieza sobre Roger Federer y reflotó esa mezcla de adoración y envidia estratosféricas. En estos momentos siento una tristeza algo injustificada y ridícula por su fallecimiento, dado que la profeso por un completo desconocido que en persona podría haberme parecido insufrible. Lo que me conduce a sospechar que lo que de verdad me aflige es imaginarme todas esas millones de conexiones neuronales que consiguieron dibujar una constelación única e irrepetible en el cerebro de DFW volatilizándose sin remisión en un suspiro, como una flecha de fuego impactando sobre Bañistas de Asnières de Seurat.


09 septiembre, 2008

El pescadero manco

Creo que no os he contado la historia del pescadero manco.  Procede así: De niño pasaba muchos sábados por la mañana acompañando a mi abuela a diferentes recados, eso sí, tras desayunar una tapa de tortilla de patatas con un Cacaolat en  "El Cali", bar anticuadísimo regentado por Abel, un ser simiesco con un perenne palillo en la comisura de los labios, y pasear a la perra de turno (hubieron varias). Una de las paradas fijas por el barrio era en la pescadería "Salmerón". A mí ya de por sí me provocaba algo de repelús la visión de todos aquellos cádaveres de pescados mirándome con sus ojos vidriosos desde sus sepulcros de hielo picado y que emitían ese tufillo que te recordaba que vivías de la muerte ajena. Pero se daba el agravante que aquella pescadería en concreto la regentaba un matrimonio asimétrico (él achaparrado y sonrosado, ella larguilucha y de tonalidad nicotínica) a cuyo componente masculino le faltaba medio brazo. La visión de ese muñón ha quedado registrado en el banco de imágenes traumáticas más imborrables de mi infancia. Yo intentaba apartar la vista pero me atraía fatalmente, el morbo de lo mostrenco tiene algo muy sexual. Se ha de reconocer que el hombre demostraba una maña admirable en el manejo del cuchillo a una sola mano y además siempre estaba sonriendo (primer gran misterio: ¿cómo podía aquel hombre estar alegre con semejante desgracia?).

Lo más inmediato habría sido pensar que su carencia había sido fruto de un accidente que tuvo lugar antes de ser tan diestro con esos afiladísimos instrumentos, pero yo no podía quitarme de la cabeza que el responsable había sido un tiburón blanco. Cada vez que entraba en el establecimiento, miraba con aprensión ese brazo interrumpido  y me imaginaba a un gigantesco escualo abriendo las fauces para gozar de una merienda. Supongo que la explicación es tan sencilla como que relacionaba la especialidad profesional del mutilado con un verdugo en su misma línea de trabajo. De tratarse de un carnicero, su Moby Dick particular habría sido un león, en el caso de un floristero, una planta carnívora.
También recuerdo que un buen día dejé de verlo tras el mostrador de su negocio. Posiblemente se separara de la mujer y sería muy bonito cerrar diciendo que mi fantasiosa mente infantil se lo llevó a buscar venganza a los mares del Sur ahora que al fin dominaba el arte del cuchillo. La verdad es que, hasta el momento presente, lo olvidé con rapidez. Lo que no he podido borrar nunca es la merluza fresca que ese mismo sábado me cocinaba mi abuela a la hora de comer.

01 septiembre, 2008

Maltés y doblemente falso


San Francisco debe su nombre al hombre que renunció a las riquezas familiares, se colocó un hábito lleno de agujeros y pulgas, hizo voto de pobreza, ayudó a los desfavorecidos y habló con los pájaros, pero su verdadero patrón fue un redactor de anuncios publicitarios para joyerías, detective de la agencia Pinkerton, un comunista y alcohólico que destacó por convertir la ciudad en un torrente de sangre, pólvora, brutalidad y vicio. El lector de Dashiell Hammett tiene varios puntos calientes a visitar en la misma, que demuestran que vida y obra estaban íntimamente ligadas, pues en el 891 Post Street se levanta su antiguo domicilio, cuyas características transmitió al de su sabueso Sam Spade, el cual deglutía el mismo estupendo bistec que su creador en el restaurante John´s Grill. Y ahí nos fuimos. El local ha respetado y está a la altura de la leyenda. Quitándole cuatro detalles podría rodarse una thriller de los años 40 mañana mismo. Lo que está claro es que ni Hammett ni Spade tuvieron que pagar lo que cuesta un correcto trozo de carne porque ellos crearon este plus turístico.

Uno de los mayores atractivos del local es una réplica de la figurita del halcón maltés que aparecía en la película homónima de Johhn Huston. Se da la maravillosa ironía que John´s Grill poseía la estatuilla original hasta que fue robada, mientras que tanto el libro como en la película acaban con el descubrimiento de que la preciada pieza era una falsificación.
Y así es como llegamos hasta la postal nº5.