03 septiembre, 2012

Versión íntegra del artículo sobre la correspondencia de Kerouac, Ginsberg y Hunter S. Thmposon publicado este agosto en el suplemento "Cultura/s".


BEATNIKS Y GONZOS


Entre mediados de los años 50 y de los 70 del siglo XX, la paranoia atómica, la lucha por los derechos civiles, Vietnam, el Watergate… provocaron que las placas tectónicas de los Estados Unidos no dejaran de sufrir sacudidas. El periodismo y las letras del país experimentaron una serie de autocombustiones que buscaron a un tiempo socavar los cimientos sociales, proponer un nuevo paradigma cultural, expandir los límites de los géneros de creación y, como toda revolución que se precie, empujar al individuo a cuestionarse la inmovilidad de las leyes que gobernaban su realidad. La política y la publicidad se conjuraban para crear un mundo peor que la escritura podía denunciar y ayudar a resquebrajar. Los viejos modelos no servían, había llegado la hora de jugar a la contra. 
El movimiento trascendentalista de Emerson, Thoreau y Whitman había desbrozado el sendero en el siglo XIX invitando a la búsqueda de una energía cósmica interior por la vía del panteísmo. El mandarín beatnik Jack Kerouac, su íntimo amigo y compañero de viajes siderales Allen Ginsberg y el cronista rabioso Hunter S. Thompson fueron tres de los principales reactores de este furor colectivo por tergiversar el orden. Una reinvención del poder de la palabra de la que participó el surgimiento de ese Nuevo Periodismo que mezcló el dato y el invento y, con un ánimo más sutil, la novela de suburbio, que desmontó la felicidad prefabricada de extrarradio, sin olvidar, por supuesto, a malditos que ululaban por libre como Charles Bukowski o John Fante.
La coincidencia en librerías de El escritor gonzo. Cartas de aprendizaje y madurez, 1955-1976, una selección de las casi 20.000 misivas que Hunter S. Thompson envió a lo largo de su desaforada existencia, y de Cartas, la compulsiva correspondencia que Kerouac y Ginsberg mantuvieron entre 1944 y 1963 se antoja de lo más pertinente en la actual coyuntura de indignación ciudadana, desconcierto, búsqueda de sistemas alternativos y crisis de la prensa. Basta pensar en las resonancias de los títulos más emblemáticos del trío para entender su adecuación al presente de las plazas: En el camino, Aullido y Miedo y asco en Las Vegas (imposible que no se le cruce a uno la imagen del magnate Sheldon Adelson).
En la intimidad del papel timbrado la aureola mítica de todos ellos contrasta con un estado de ruina económica permanente, acumulación de rechazos editoriales, broncas con los agentes y un sinfín de trabajos alimenticios, todo harto más doloroso si uno está seguro de poseer una obra que convulsionará al mundo. Porque, ¿acaso la mera conservación de esta correspondencia no revela la fe de cada uno de ellos en su gloria futura -Thompson escribía sobre papel carbón para tener copia, Kerouac habla de una clasificación perfecta y de un archivador metálico que le facilita su consulta? Y hablando del porvenir, ¿el email imposibilitará recopilaciones de esta naturaleza o la cualidad electrónica de los mensajes fomentará su vuelco en ebooks? Pero abramos un buzón de los de antes, de hierro y llave, para ver qué se contaban estos aventajados hijos de la contracultura.

 

Bilis justiciera

Aunque fueras su jefe en un periódico, su agente literario o su editor, Hunter S. Thompson te iba a regar con apelativos como “sanguijuela”, “subnormal” o “cagatintas”, conseguiría destrozar parte de tu mobiliario, te iba a amenazar con romperte algún hueso y luego pedirte prestado dinero. Pero ese mismo kamikaze deslenguado, loco y suicida se iba a infiltrar en las guaridas de contrabandistas de Aruba, en prostíbulos de Brasil y bandas de moteros de California, iba a departir con vagabundos, hippies, guitarristas, tahúres e inmigrantes ilegales, iba a llegar más lejos que cualquier otro para ofrecerte un reportaje en carne viva, the real thing. En el transcurso de una delirante campaña en 1970 para convertirse en el nuevo sheriff de Pitkin County, Colorado, bajo la bandera del Partido del Poder Freak, el escritor envía una misiva que ilustra un posible censo de sus compañeros de armas: “La suerte está echada. Sólo falta saber cuántos frikis, drogatas, delincuentes, anarquistas, beatniks, cazadores furtivos, sindicalistas revolucionarios, moteros y otros bichos raros saldrán de sus respectivos agujeros para votarme”. Que Thompson perdiera por apenas 400 votos de un total de 25.000 demuestra que no sólo era apreciado por los parias y los outsiders sino que, detrás de su imagen de peligro público aficionado al LSD, la mescalina, el whisky, las armas y los doberman, circulaban argumentos que buscaban de forma sistemática  alertar del daño que se hacía en nombre del sueño americano. Colegas de la talla de Tom Wolfe o William Kennedy veían en él a un genio estrambótico, empeñado en inseminar su cólera en artefactos narrativos que trajeran algo de justicia social.   
Precisamente la distancia entre su asociación póstuma con una malcarada estrella del rock, que empleó la revista Rolling Stone como trampolín para sus excesos, y su intención última de ser un moralista combativo en la estela de George Orwell, Jack London o H.L. Mencken se postula una de los rutas más interesantes que abre la lectura de El escritor gonzo. Las etiquetas de “periodista independiente” o “francotirador de las letras” alcanzan su pleno significado en la figura de Thompson, quien demostró que para encarnarlas uno debía estar dispuesto a pasar hambre, ser desahuciado de su piso, morder la mano que le daba de comer, arriesgarse a que su objeto de estudio lo apalizara –como le ocurrió con Los Ángeles del Infierno-, tener siempre a sus enemigos en el punto de mira –de Nixon, su bestia negra, comenta “era un animal que había que exterminar”- y saber que la realidad es tan grotesca que uno sólo puede aproximarse desde la carcajada irónica –en una entrada con apenas 21 años declara “riámonos del mundo a través de nuestras gafas empañadas por el hongo atómico”.
La correspondencia de Hunter s. Thompson también facilita un acceso privilegiado a la concepción que el padre del gonzo –a raíz de la publicación en la revista Scanlan´s Monthly del reportaje El derby de Kentucky es decadente y depravado en 1970- tenía de esta mutación personalista de los códigos del Nuevo Periodismo. A pesar de que el escritor no consiguió ver publicada su única novela hasta 1988 –Los diarios del ron, motivo de una reciente y descafeinada adaptación cinematográfica de Bruce Robinson-, se veía, antes que nada, como un contador de historias y entendía el periodismo a la manera de un laboratorio de creatividad. De aquí que subrayara que “gonzo es un estilo de “información” basado en la idea de William Faulkner de que la mejor ficción es mucho más verdadera que cualquier tipo de periodismo… cosa que siempre saben los buenos periodistas”.

Desesperado y violento

Muy lejos de la estereotipada visión del autor flotando en un permanente sueño lisérgico, propia de aquel al que apodaban “Billy el Niño con anfetas”, estas cartas dejan de manifiesto hasta qué extremos consideraba fundamental tener en todo momento el control del relato. Respecto a su obra más célebre, Miedo y asco en Las Vegas, confiesa la dificultad que le comportó simular que estaba componiéndolo bajo los efectos de las drogas: “Los directivos de Rolling Stone han creído a pie juntillas en el carácter y detalles del artículo. Están totalmente convencidos de que empleé el dinero para gastos en comprar droga y de que fui a Las Vegas bajo un colocón de órdago. Creo que es mejor no sacarlos del error; impresiona más creer que de aquella pavorosa experiencia salió un artículo como el mío”.

La vida de este animal salvaje que hizo de su máquina de escribir una trinchera, que fue vigilante nocturno en una sauna, que vendió su sangre para echarse algo a la boca, que se ofreció a Lyndon B. Johnson como gobernador de Samoa oriental, que mantuvo una correspondencia sustentada en la admiración mutua con Jimmy Carter, que profetizó la llegada de Reagan a la Casa Blanca, que a un lector de 14 años animaba a “ser un rebelde a tu manera” y a una lectora de 91 le recriminaba haber votado a “ese chorizo cabrón” de Nixon, tuvo puntos de convergencia con los beatniks, sobre los que aseguraba impartir conferencias. A Allen Ginsberg le escribe solicitándole permiso para  incluir su poema “To the Angels” en Los Ángeles del Infierno, advirtiéndole que “estoy a dos velas y desesperado, lo cual significa que no podré pagarte un duro”. Al agente Rod Sterling, artífice de que Viking Press publicara En el camino, le comunica su disconformidad con su decisión de no representarlo como sólo él sabía hacerlo: “Cuando le ponga los ojos encima, pienso aplastarle la cara y esparcir sus dientes por la Quinta Avenida”.


Flores mutuas, gemidos privados

Las cartas entre Jack Kerouac y Allen Ginsberg, por lo general plomizas y serpenteantes, que con frecuencia dan la impresión de haber sido redactadas de manera apresurada y bajo el efecto del mismo tipo de sustancias que pirraban a Hunter, misivas que fluctúan entre la pretenciosidad, el cripticismo, el lamento y el arrebato místico, rinden a su vez testimonio de dos almas casi gemelas, de una amistad rayana en la dependencia, de una alianza creativa entre pares de la palabra revelada, en definitiva, de uno de los cordones umbilicales más resistentes y sui generis que seguramente ha dado la Historia de la Literatura.

En la hemorragia verbal que suponen estas Cartas los pilares de la generación beat se dedican a lamer las heridas del otro, se entregan a la mejora de las obras respectivas sin descuidar irse recordando que son los mejores escritores del mundo, planean un sinfín de proyectos y de encuentros frustrados, cotillean con alevosía sobre los amigos (en especial sobre William Burroughs, el colmo de la pesadez, de quien Anagrama ha recuperado en bolsillo Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques, su expiatoria novela a cuatro manos con Kerouac), despotrican contra la América del capital, y hacen proselitimo acerca de las sucesivas vías hacia la verdad que les va asfaltando su colección de credos alternativos.
Kerouac le dio a Ginsberg el título Aullido –del que Sexto Piso ha publicado recientemente una edición ilustrada- y su amigo no sólo se lo dedicó, sino que tras su mítica actuación de 1955 en la Six Gallery de San Francisco, donde lo recitó por vez primera, le escribió que “ me salió con tu método, sonaba a ti, una imitación prácticamente. Qué avanzado estás en esto”. Tras leer la crítica de The New York Times de septiembre de 1957 que convirtió En el camino en un bestseller, Ginsberg le comenta que “casi me eché a llorar, era muy auténtica y elegante, Bueno, ahora no tendrás que tener miedo de existir sólo en mi dedicatoria y tendrás que gemir bajo tu larga sombra”
Porque gemir, gemía mucho Jack, que en esta correspondencia se autorretrata como un ser vulnerable e hipersensible. Alguien que en 1949 escribe “Quiero que me dejen en paz. Quiero sentarme en la hierba. Quiero montar en mi caballo. Quiero follar con una mujer desnuda en la hierba del monte. Quiero pensar. Quiero rezar. Quiero dormir. Quiero mirar las estrellas”. Y que en 1954, tras abrazar el budismo, deja escrito que “ya no deseo nada, ni escribir, ni tener relaciones sexuales, nada, he renunciado, es decir, espero renunciar a todas las malvadas emanaciones de la “vida”.

Huir o versificar el Universo
Pero aún faltaba su involuntaria conversión en un profeta, aquello que irónicamente más anhelaba ser Ginsberg, tras la publicación de En el camino. Un libro con el que en 1949 deseaba “ escribir sobre la generación desquiciada, colocar a la gente en el mapa, realzar su importancia y hacer que todo empiece a cambiar una vez más, como siempre sucede cada veinte años”. Un libro que en 1952 se le antoja a su escudero impublicable puesto que “es tan personal, está tan lleno de lenguaje sensual y de referencias mitológicas nuestras que no sé si algún editor le encontraría sentido”. Un libro escrito en mayo de 1951 con café y no con bendecrina, sobre un papel de dibujo de Bill Cannastra y no sobre un rollo de papel de cebolla de teletipo, dos errores que le hace notar a Ginsberg en relación a su crítica para Village Voice, pese a lo cual el elogio que derrama “es de lo mejor que he visto, naturalmente”. Un rollo de 36 metros de largo y 22 centímetros de ancho que estos días es la estrella de la exposición “Sur la route de Jack Kerouac: L´épopée, de l´écrit a l´écran” en el Musée des Lettres et Manuscrits de París. Y un libro/rollo que en flagrante contradicción con el inconformismo que lo animó, ha acabado convertido en una película de Walter Salles, que tuvo su première mundial en el pasado Festival de Cannes, y del que el sello Penguin ha comercializado un amplio merchandisign que incluye llaveros y termos. Qué habría pensado su padre de esto, un individuo que, tras el advenimiento de la fama le escribe a Ginsberg: “estamos en el comienzo de algo grandioso, abandonemos esto, despreciemos la publicidad, vayamos al subsuelo, emprendamos la búsqueda definitiva de las cuevas del oro (…) que le den por culo al monstruo”.
Sin embargo, el poeta de la meditación y de las enseñanzas mayas, aquel que tiene alucinaciones cósmicas con la voz de William Blake resonándole en los oídos, que anhela escapar del “chato mundo real”, que en cierta ocasión vio más allá de su vida y entendió que debía ir allí, que admite que lo suyo es el “egocentrismo emocional”, no escucha a su amigo, que de forma muy temprana ya lo tildó de “pequeña comadreja que juega a engrandecerse”. Porque lo de Allen Ginsberg es mesianismo y alucinación, es no dejar de pensar en el gran poema destinado a explicar el Universo. Antes que John Lennon hablando de Los Beatles, ya entendió que sólo existía un espejo en el que Jack y él podían mirarse: “La imagen pública en general de los beatniks viene del cine, de Time, de la tele, del Daily News, del Post, etc., para los enrollados es una impostura, para la masa es el mal y para los intelectuales liberales algo desordenado y caótico, pero eso es lo bueno y lo que me gusta por extraño que parezca, que aún somos tan misteriosos para los filisteos que es inevitable que nos malinterpreten, porque ¿cómo va a percibir toda una nación la ilusión de la vida en un año? Y puesto que somos defensores del compañerismo y el satori, ¿cómo se puede esperar que la masa nos comprenda en estos mundos hostiles? La burla es el cumplido inevitable. Fíjate en lo que le pasó al pobre Cristo: lo crucificaron”.
En un combate de boxeo entre el ego de Thompson y el de Ginsberg, sólo podría habido un vencedor a los puntos. Muy lejos del ring, Keroauc estaría contemplando las estrellas desde algún risco, mordisqueando la comida que habría preparado con sus propias manos. Este, aseguraba, era su plan de vida ideal. Antonio Lozano     

El escritor gonzo. Cartas de aprendizaje y madurez, 1955-1976. Hunter S. Thompson. Ediciónd e Douglas Brinkley. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama. 520 págs. 24,9 euros.

Cartas. Jack Kerouac y Allen Ginsberg. Edición de Bill Morgan y David Stanford. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama. 589 págs. 24,9 euros.

Aullido. Allen Ginsberg y Eric Drooker (ilustr.). traducción de Rodrigo Olavaria. Sexto Piso. 226 págs. 24,9 euros.

Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques. William S. Burroughs y Jack Kerouac. Traducción de Fernando González. 192 págs. 8 euros.

Los diarios del ron. Bruce Robinson. 2011.

On the road. Walter Salles. 2012.

Sur la route de Jack Kerouac: L´épopée, de l´écrit a l´écran. Musée des Lettres et Manuscrits (del 16 de mayo al 19 de agostod e 2012).