26 junio, 2009

Mi guante de Michael Jackson


Si fuera un cineasta francés bordaría la filmación de esa característica reunión familiar el día de Navidad frente a una mesa bien surtida, pero en clave de comedia, nada de catarsis tremebundas en las que los hijos echan en cara al padre haber sido siempre un tirano o un hermano degüella verbalmente al otro por haberle traumatizado al ser el ojito derecho de mamá. A mí me bastaría reproducir el momento de bochorno que atravieso cada 25  de diciembre cuando una de mis cuatro primas, envalentonadas por la circulación de bebidas de alta graduación, cumple con la tradición de recordarnos a todos los reunidos uno de los dos lamentables episodios (en el peor de los casos ambos, para que luego digan que no es preciosa la Navidad ) de mi infancia que, pese a su consabida repetición y desgaste, no pierden capacidad de provocar la hilaridad general y sonrosar mis pómulos mientras miro al suelo en busca de una trampilla que, como a Coraline, me conduzca a un mundo paralelo con otros parientes, aunque tengan botones por ojos. El episodio número 1 se resume en mi cándida ingenuidad al creer que el botón rojo del salpicadero del 600 de mi tía permitía que el vehículo volara por los aires -siempre juro que ni por asomo daba crédito a semejante majadería, pero entre nosotros, dudaba más de lo que estoy dispuesto a admitir en público. El episodio número 2 es la réplica del guante blanco de lentejuelas de Michael Jackson que le encargué a mi abuela, un as de hacer punto, confeccionadora oficial de jerséis que picaban como un demonio y que los primos nos íbamos pasando forzosamente, -temerosos en secreto de confundir al Rey Mago en la foto del día de entrega de la carta en El Corte Inglés, si bien por por suerte nunca recibí una Barbie en vez de una pelota. Mi guante tuneado era de lana con bolitas verdes y azules. Se lo agradecí efusivamente a mi adorable abuela, pero en mi fuero interno vi que aquello no había por dónde ponérselo, mi sentido del ridículo tenía un límite, de forma que lo guardé en un cajón.

En ese guante es en lo primero que he pensado hoy al levantarme con la noticia de la muerte de M. J, mi Ídolo Absoluto entre los 8 y los 10 años más o menos -en mi descargo diré que las últimas investigaciones científicas apuntan que el cerebro humano no comienza a soldarse bien hasta los 11 años.  Fue una obsesión lo mío con Jackson y eso que lo nuestro empezó mal, pues lo conocí viendo el vídeo de Thriller en el programa de televisión "Viva 83" que saludaba al nuevo año, y no me dejó pegar ojo del miedo que pasé.  Cuando ya comprendí que no era un zombie (ironías del destino, la cirujía plástica lo acabaría convirtiendo en uno años más tarde), se produjo el flechazo: mi primer walkman murió de extenuación de tanto ponerle el cassette de Thriller, tenía una carpeta con recortes de prensa de él, le escribí una carta a su rancho de Neverland, gasté varias suelas de zapato practicando en mi habitación un Moonwalk que más bien se parecía al movimiento de una avestruz pasada de anfetaminas reculando sobre una alfombra de pescados vivos llevando puestas unas botas de esquí tres números más pequeñas, visioné la peli Moonwalker suficientes veces como para atrofiarme los circuitos neuronales de por vida, coloqué en mi cuarto una figura de cartón de tamaño natural suya... 

La fiebre pasó y con los años no pude dejar de ver el esperpento en que se había convertido su circense vida con cierta pena, al tiempo que mis allegados, claro está, no dejaban de recordarme con sorna que ese fantoche fue en sus días de gloria mi gurú. También lamentaba que la gente se hubiera quedado con el monstruo de feria, olvidando que su paso por los Jackson 5 y sus discos Off the Wall y Thriller marcaron un hito musical y que TODOS habían  movido el esqueleto con fruición en una pista de baile con más de una canción suya. 
Si hubiese guardado ese guante me lo pondría esta noche y, al son de Billie Jean  o Beat it, retomaría mi Moonwalk modelo Robocop con esguince. Seguro que Michael Jackson resucitará esta Navidad con fuerza, pero le propondré a mis primas cambiar las risas por un minuto de silencio.    

05 junio, 2009

Buscando un reno a medianoche


A Helsinki sólo le pedía dos cosas: que me justificara la fama de la sauna finlandesa y que me permitiera emitir un veredicto acerca de la carne de reno. Lo primero fue sencillo. Compartí cubículo abrasador, con gradas de madera y caldera que hace tres siglos que pasó la última inspección, con una docena de cuerpos masculinos sudorosos. Eso sí, apenas aguanté cinco minutos esta hermandad nudista de la gota gorda, allá adentro habían tomado prestado el termostato del infierno Lo mejor fue salir a la calle descalzo y con la toalla a la cintura a disfrutar de la última luz del día, mientras los transeúntes cruzaban con jersey de cuello alto. 

El reno se resistió un poco. El escritor al que fui a entrevistar nos había reservado mesa en un restaurante tradicional, por lo que di por descontado que en la carta habría el plato deseado. Pues resulta que no, ya que -me iluminó el anfitrión- se trata de un manjar caro y poco expandido. Amablemente preguntó a la camarera si conocía algún restaurante donde lo sirvieran. Respondió que estaba convencida que contarían con él en el de la esquina, pues estaba especializado en cocina finlandesa. Al acabar fuimos a verlo, se llamaba Kuu (que significa "vaca", lo que tendría que haber supuesto una señal negativa) y, craso error, tan contentos del hallazgo estábamos todos que no miramos la carta para comprobarlo, de forma que esa misma noche cuando regresé y lo hice, tras una caminata de dos horas desde la otra punta de la ciudad, me llevé el gran chasco. Sufriendo por la hora, ya eran las 9 pasadas, tarde para anudarse la servilleta al cuello en Finlandia, me dirigí a la calle Pelayo de la ciudad (toda urbe tiene una, por desgracia) a probar fortuna y digamos que la tuve a  medias: un restaurante de aroma añejo contaba con la dichosa vianda, pero tenías que pagar ¡42 euros por ella!.
Enfurruñado y vencido me encaminé hacia el hotel con la idea de recurrir al servicio de habitaciones (tiene un toque de lujo para pobres que confieso que me chifla) y hete aquí que al llegar a las puertas veo que el restaurante está animado y una bombilla (de bajo consumo, todo hay que decirlo) se enciende en mi cabecita. ¿Y si...? Pues efectivamente señores y señoras, en la carta trotaba un reno con mi cara a 28 euros por ser yo y hacia dentro que fui.
Mientras esperaba el momento cumbre, vi que los únicos dos comensales de mi zona degustaban en mesas separadas el mismo plato. Pronto fuimos tres. La Cofradía de los Extranjeros Atraídos por la Carne de Reno una Fría Noche Primaveral en Helsinki. Para mi sorpresa el socio de Santa Claus tiene la carne tierna, pero un toque dulzón me llevó a concluir que de tenerla a pedir de boca mi conservador paladar no la reclamaría demasiado.