De prepúber desayunaba cada sábado con mi abuela en el bar "El Cali" de Travessera de Les Corts, un local tan desastrado como su dueño Abel, un tipo de ojeras tatuadas, ceñido chalequito rojo rociado de caspa sobre camisa blanca arrugada, rostro simiesco, frente barrida por un ensuciaparabrisas compuesto de cuatro grasientos pelos lacios y cara de amigos los justos si es que existen. Era un espanto de lugar, pero era nuestro, por tradición, por barrio y, sobre todo, porque dejaban entrar a los perros. Yo pedía un Cacaolat y un bikini (pero sólo de queso, detesto el jamón york, siempre he pensado que llegará el día en que alguien me contestará "pero entonces ya no es un bikini", todavía no ha sido así), ella un café con leche y un croissant, la mitad del cual acababa en las salivosas fauces de Rusca, un cocker de mirada triste y apetito insaciable. Uno de los puntazos de "El Cali" era que tenía el diario Sport, que me entintaba las yemas de los dedos y teñía las esquinas del bocadillo. Mi abuela y yo hablábamos lo justo por esa falta de perspectiva común entre el que acaba de empezar la carrera y el que divisa ya la línea de meta. Intercambio de telegramas intrascendentes. Pero una de esas mañanas, justo después de que yo leyera la alineación del Barça para el día siguiente, ella, mientras hurgaba en uno de esos servilleteros de latón que siguen cohabitando en íntima armonía hórrida con el recipiente para las pajitas de plástico en mesas de formica color hígado de pato, resquebrajó la tundra verbal espetando "A mi pobre hermana van a colocarle un marcapasos. Imagínate, un aparato tan feo trabajando para un órgano tan bonito". Ahora veo que ahí radicaba la dinámica de la vida. Te echo mucho, mucho de menos.
lozzy
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