En nuestra última noche en Tokio nos pilló la lluvia en el barrio de Ginza y decidimos refugiarnos en un bar retrofuturista que nos salió al paso como si hubiese sido convocado por el rugir de nuestras tripas. Luces estreboscópicas, sofás de cuero blanco, pero también un retrete dotado de un microordenador personal que levantaba la tapa cuando abrías la puerta del baño y ofrecía diversas modalidades de chorrito acuático con fines higiénicos. La camarera era una preciosidad, talle de junco, ojos amusgados como un horizonte crepuscular que se dilata, andar elástico, media melena color noche cerrada, sonrisa "tajo de sandía fresca". El camarero no le iba a la zaga: fibrado sin empachar, cutis de niña bien, perfil de shogun. Los dos teníamos la vista distraída. Mientras compartíamos un helado de té verde, la trompeta de Miles Davis rasgó la atmósfera con el estremecedor quejido melancólico de "It never entered my mind". Tocar el cielo. Pedimos indicaciones para llegarnos hasta un pub cercano que la guía recomendaba. Limitados por un inglés de las cavernas, ni el camarero ni la camarera pudieron ayudarnos, pero llamaron al encargado, un tipo de mediana edad, vestido todo de negro y con cara de mezclador de sonido que, tomando prestada la guía, se retiró hacia los adentros del local. Veinte minutos después, resurgió de sus penumbras y nos entregó una detallada vista aérea de la zona, que recogía cada semáforo, el nombre de cada establecimiento y un paso a nivel que era cruzado por un tren con luces frontales y cabecitas tras los cristales. Si llega a incluir al mendigo y a la florista con las que luego nos topamos, se podría decir que lo había estado fotografiando con tinta hacía escasos momentos, absorbiéndolo a través de la ventana y traspantándolo al papel. Correspondimos a tan alucinante atención con una efusividad perpleja, a lo que respondió con tantas reverencias que parecía estar agradeciendo individualmente a una nutrida mesa de jueces la concesión de una medalla olímpica. Al salir, no había despejado aún y abrimos el paraguas. A los escasos días de regresar a Barcelona, la chica con la que compartí ese ambiente de ciencia ficción pasada de moda, esos camareros arrebatadores, ese helado de té verde, esa pieza de Davis, y ese dibujo de ensueño, me escribió las palabras más dulces que he leído jamás. Y eran: "En el oceanográfico de Valencia visité el tanque de las focas marinas y son la cosa más bonita del mundo. Gordas pero muy, muy ágiles. Se las ve superfelices y tranquilas, y dan un buen rollo increíble".
lozzy
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