20 septiembre, 2005

¿Hablas mi idioma?


Conocer a gente es como aprender idiomas. Hay que entran bien desde el principio, fluyen con la naturalidad del que siempre ha estado ahí y se instalan con todos sus trastos, ni siquiera es necesario practicarlos a menudo; otros sólo aparentan facilidad para, al cabo de unas cuantas lecciones, revelarse un trabalenguas que estorba y en el que jamás seremos capaces de pronunciar correctamente palabras como “calefacción” o “aliño”, en el que incluso un simple “gracias”o un “qué vamos a hacerle” surgen con la distorsión heladora de un traductor digital; los hay que de buenas a primeras sacan los colmillos y ni tú te ves lanzando un “acogedor” pensándolo realmente o un “delicioso” sintiéndolo donde toca ni, por supuesto, la parte opuesta te revelará lo que más cuenta, esas ironías que excitan su mundo, los dobles sentidos que mandan a su sonrisa a trepar feliz por las paredes. Quizás el caso más triste de todo este asunto es la frecuencia con que una rabiosa potencialidad de compatibilidad lingüística se desinfla por culpa de esas traicioneras minas que son los términos ambiguos, llámeseles “correspondencia”, “límites”, “malentendido”. Son lapsus naturales, propios de las lenguas extranjeras, uno cree estar respaldado fonéticamente por lo que le suena a “prudencia”y resulta que semánticamente ha soltado “disparate”. Tener don de gentes es un arte, pero los políglotas son seres sufrientes por naturaleza.