Una semana en Nueva York es un año o diez o toda una vida en cualquier otro rincón del mundo.
La clave es que ahí uno es muy pequeño, y no solo por el consabido efecto hormiga que generan los rascacielos, sino porque la cantidad de todo cuanto pueden procesar los cinco sentidos es tan abrumadora que el mundo se va achicando cuando recorres su descomunal cuerpo hasta hacerte pensar que no existe nada al otro lado del Hudson o del East River. Creí comerme el mejor steak concebible en el restaurante Peter Luger en el barrio de Williamsburg (Brooklyn) y la hamburguesa más sabrosa de la Tierra en el P.J. Clarke´s. Me arrobó el nuevo MOMA y el edificio de The New York Times, pero también las brownstone houses de Park Slope y la quejumbrosa orca de hierro que es el oxidado transbordador de Staten Island. Subir las fluorescentes escaleras mecánicas del hotel Hudson es pisar un transbordador espacial y entrar en un diner es como tragarse un retazo de celuloide. Nueva York es un reino isótopico, todos llegamos a ella con los mismos protones pero cada uno la abandonamos con nuestra particular cuenta de neutrones.
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