"Descuelgo el auricular, viendo temblar las estrellas a través del rectángulo que se recorta por encima de mi cabeza. Resulta extraño estar ahí, entre cuatro paredes de cristal, mirando al cielo. Una gasa de luz pulverizada desdibuja el contorno de las constelaciones. Siento el frío de la baquelita en el oído, el hormigueo quejumbroso de la línea telefónica. Marco, imaginándome la señal acústica viajando por debajo del cauce del East River, a lo largo de un tubo en el que se aprietan haces de cables: un tubo de silencio por el que se desplaza mi angustia. La señal llega a Manhattan en una fracción de segundo; después de dos timbrazos se oye un pitido largo e inmediatamente mi propia voz, desfigurada, invitándome a dejar un mensaje y luego nada. En el momento de colgar veo destellar fugazmente la cola de un cometa".
("Llámame Brooklyn", Eduardo Lago)
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