29 mayo, 2010

La condena de la perfección temprana


En el reciente artículo de Babelia sobre Carmen Laforet que firmaba Rosa Montero me llamó poderosamente la atención este párrafo: "Laforet, consciente de su enorme talento, poseía una ambición soberbia y colosal, lo malo fue que carecía de la suficiente fuerza psíquica para sostenerlo". Vaya contradicción tan agridulce, vaya injusticia poética debe suponer ser agraciado con un don y no saber manejarlo, verse sobrepasado por la responsabilidad que conlleva y las expectativas que genera, que suponga más un obstáculo que una bendición cuando no viene acompañado de la fortaleza mental, la constancia y la inteligencia requeridos para sacarle provecho. Como recibir un traje de superhéroe y ser incapaz de extraerle los alfileres. O verter una cafetera sobre el mapa del tesoro.

Aunque quizás a Laforet le ocurrió que escribió a las primeras de cambio su obra maestra, Nada, y precisamente Nada podía superarlo, todo el talento se le manifestó de golpe, al modo de un aguacero o un fogonazo cegador y luego fue buscándolo pero sólo le quedó el resplandor o una ligera humedad ambiental.
Esta idea de los riesgos que implica tocar el cielo demasiado pronto la expresaba con acierto y gracia Hernán Rivera Letelier al respecto del caso más célebre de grafofobia de la literatura universal: "Toda novela, cuadro, partitura ... es perfectible hasta el infinito, las obras de arte no se concluyen, se abandonan. Si uno se acerca demasiado a la perfección y toma conciencia de ello, como le ocurrió a Juan Rulfo, queda paralizado, ya no puede crear más. Se volvió alcohólico el pobre tipo".