26 mayo, 2010

The End


Sabiendo que iban a quedar muchos cabos sueltos y decepcionado con la sensación de desconcierto y apresuramiento que había caracterizado la sexta temporada me dispuse a ver el capítulo final con unos niveles de expectación algo descafeinados, con la pena amortiguada que da abandonar un destino vacacional excitante pero del que se es muy consciente que ya es hora de regresar a casa. Y me sorprendí resistiendo las ganas de llorar, aturdido por los ojos de Jack, contemplando primero el avión surcando los cielos y luego cerrándose sobre sí mismos y sobre todo el arco narrativo de la serie en un círculo perfecto.

Si lo razono un momento, la catarsis evangélica de almas en tránsito que se reúne en esa iglesia llena de simbología ecuménica es de juzgado de guardia. Para un agnóstico la estructura profunda del final con Jack confirmando su condición de Jesucristo selvático -cuestiona al padre para luego aceptarlo, es el guía de un rebaño perdido por el que se ofrece en sacrificio, incluso se ha apuntado que recibe la puñalada en el mismo punto que Cristo recibió la suya estando crucificado (hubiese sido ya demasiado que sobre la hierba hubiese desplegado los brazos en cruz...)- es para pedir el libro de reclamaciones. Sin embargo, me emocionó y llegué incluso a verlo coherente con lo que ha significado realmente toda la serie: un puñado de seres heridos por la vida en busca de una salvación espiritual, siendo la isla un lugar donde alcanzar la redención una vez superados una serie de obstáculos que, bajo su apariencia de amenaza sobrenatural y externa (humos negros, susurros, muertos, osos polares...), eran de verdad internos (creer en uno mismo, confiar en el prójimo, ayudarse mutuamente, trabajar en equipo, cicatrizar el pasado...).
Tanto hablar que el tema profundo era la lucha del bien contra el mal cuando en el fondo el campo de batalla se dirimía entre la ciencia + fuerza (los Otros, Dharma, Widmore, Faraday..) y la fe+ el amor, resultando vencedora esta última que es el activo de los personajes y no de los efectos especiales. Los elementos paranormales nos volvían a todos locos pero eran los trucos de predestigitador con los que los astutos guionistas generaban una mitología fascinante que les aseguraba una comunidad de fans arrobados (que es lo que en última instancia la convierte en histórica, ese fluido interminable de teorías y debates de sobremesa).
Es cierto que en tres temporadas se podría haber cosido todo mejor, que ha habido altibajos e hilos argumentales más náufragos que sus protagonistas, que el cartón piedra hacía daño a los ojos, y que habría que maldecir al actor que interpretaba a Mr. Eko por querer volver a Londres de forma apresurada por un ataque de añoranza, pero también que sus creadores han dado una lección apabullante de inteligencia narrativa (todos llevamos años colgados de sus tramas e incógnitas) y de inteligencia emocional (todos nos hemos emocionado con Desmond y Penny, Sawyer y Juliet...). Lost formará siempre parte de esa isla misteriosa que es cada uno de nosotros, en breve pasará del purgatorio de las críticas calientes al cielo de las series eternas.