18 octubre, 2007

Un edredón búlgaro


Encontrarse con menos tiempo y con la capacidad de concentración debilitada fuerza a pensar en pequeño, a retreparse en lo abarcable. Como lector esto se traduce en un regreso a la poesía, en oir a C. K. Willimas hablar de "Esa cosa tan sorprendente que ocurre cuando clavas un/ punzón en un bloque de hielo/ el modo en que su segmentada perfección se agrieta en/ relucientes fallas, fracturas, facetas/ deltas argentíferos, deslumbrantes, que en un instante fugaz,/ imposible de captar, complican el cosmos de sus/ entrañas", o en admirarse del símil que José Carlos Llop traza entre un transatlántico surcando la noche y una lámpara ardiendo sobre las aguas. Y así lo corto se queda largo tiempo dentro.
A la hora de escribir, esta práctica de ahorro de enorme potencial reparador cristaliza en la recolección de títulos sugerentes que prometen cercar historias aún más hipnóticas, que quedan indefectiblemente recibiendo respiración asistida en el cajón inabarcable de lo futurible, postales preciosas que nunca se rellenan pero que uno quiere convencerse de que algún día llegará incluso a enviar. Entre mis favoritas: "No pesa el corazón de los veloces", "Un edredón búlgaro", "No quedan piscinas en Berlín (ver foto para una que sí)", e "¿Hibernan los osos panda?". Sé que tras ellos hay relatos mágicos, los cuales me suplican en voz baja que sea yo quien los exponga al mundo. Pero prefiero salir al cine o a cenar o a correr y se quedan como perchas a la espera de abrigo. Quizás les llegue su momento o quizás no.