21 mayo, 2007

"El 8º enanito". Capítulo 14

"Ayúdame", "Ayúdame, "Ayúdame". Una sola palabra brota con agónica insistencia de los labios del enanito preso, que mira a su salvador con un ojo de cordero degollado y el otro inyectado en la fiebre de la salvación. La jaula cuelga alta del techo, pero está unida al suelo por un delgado cordel. Al 8º enanito le basta con deshacer el nudo que se cierne en torno a un clavo y, echándole músculo y respiración acompasada, bajarla lentamente como si arriara una bandera hilada con plomo. Al tocar tierra, está exhausto y sudado. El preso parece haberse dormido. Quizás la emoción de verse rescatado le ha producido una emoción tan violenta que le ha fundido todos los circuitos interiores. Convocando en sus manos los últimos átomos de fuerza que se dispersan exánimes por todo su cuerpo, el 8º enanito logra abrir un hueco rompiendo parcialmente tres de las ramitas que conforman uno de los laterales de la jaula. El preso, cuya majestuosa longevidad se manifiesta en los profundos surcos que aran su agrietado rostro y en la nívea pureza de su cabellera, yace desplomado en su interior. Al tomarle el pulso, el 8º enanito confima su peor sospecha: su alma ya ha partido hacia Atalaya, el paraíso donde todos los enanitos miden metro noventa, se pasan el día jugando al bádminton y la noche liberados a los pasatiempos sáficos.
Un estruendo mecánico, seguido de una bocina que suena a marsupial en celo, lo alertan de que algo muy poco halagüeño está teniendo lugar en la desasosegante habitación del tanque. Pero antes de poner pies en polvorosa, descubre unos papeles asomando de uno de los bolsillos del difunto. Los coge, echa una última mirada compungida a aquel que casi lo convierte en un héroe y se pierde de nuevo por los pasillos emitiendo bufidos. (Continuará...)