21 octubre, 2008

Park Hyatt Tokio


Bar en la planta 42 del Hyatt Park de Tokio, tercer protagonista de "Lost in translation". Llamadme mitómano y acertaréis. Junto a mi mesa con velita protegida por una pantalla de papel de arroz se levanta un enorme ventanal desde el que se despliegan unas sobrecogedoras vistas nocturnas de Tokio. El panorama provoca tal afasia que viene a ser a una megalópolis lo que el Cañón del Colorado a una formación de la Naturaleza. Los rascacielos iluminados parecen comunicarse entre sí lanzándose mensajes en morse a través de las tilitantes luces rojas que los coronan y que, en verdad, son guiños de advertencia, bellas señales disuasorias dirigidas a los pájaros de hierro que los sobrevuelan.  Repasando mentalmente otras vistas urbanas que me han impactado, como las de Hong Kong desde el Hotel Peninsula o las del skyline de Manhattan andando por el puente de Brooklyn, me doy cuenta una vez más de lo afortunado que he sido en la vida. 

De la carta me sorprende la inclusión de pan con tomate con aceite de oliva y ajo. No puedo resistirme. Como intuía, es una deconstrucción líquida y minúscula de la que Ferran Adrià se sentiría orgulloso. Lo segundo que logra desclavar mis ojos de la hipnótica alineación vertical de acero y luz eléctrica es el posavasos, que muestra a un niño con una máscara veneciana y un sombrero de papel. Me lo meto en el bolsillo. Necesito un nombre japonés de mujer para una historia y le pregunto el suyo a la frágil y sonriente camarera que me sirve. Me lo escribe amablemente en un papel en caracteres japoneses y occidentales. Solo puedo reproducir los segundos: Kanako Kinoshita. 
En el ascensor de camino a la planta 57 pienso en los motivos por los que me fascina la mujer japonesa (la bonita, obviamente, como en todas partes las hay que provocan pavor): esa delicadeza de rasgos y gestos, la línea del horizonte que dibujan al amusgar los ojos, esa fragilidad ósea, esos cuerpos plancha, modelo alambre que estalla contra los principios elementales del gusto mediterráneo, léase la voluptuosidad y la curva. 
Nuevas vistas más impresionantes si cabe, esta vez con el acompañamiento del melos timbre de una cantante melódica. Me asignan un sitio en una mesa larga de mármol, la misma en la que, a escasos metros a mi derecha, se sentaba un achispado Bill Murray quien, con la pajarita descolocada, le sugería a Scarlett Johansson una de las locuras irrealizables más deliciosas de la historia del cine: un plan de fuga de la realidad que los llevara a fundar un grupo de jazz (también traducible por "depositemos en la atracción que sentimos el sueño de abandonar nuestras insatisfechas vidas").
En estos momentos me siento dichoso pero, de forma paradójica, la buena fortuna inquieta porque, al no conocer los motivos por los que le señala a uno en vez de a otro, eres consciente de que tan caprichosamente llega como se va. Si sumamos a esto un absurdo sentido de la culpabilidad -tamaño bolsillo del que corroe a los supervivientes de un accidente masivo- por momentos la suerte, en vez de bendecir, asusta. Al mismo tiempo (paradoja sobre la paradoja) consigue reforzar la mayor lección vital: Ahora es el momento.
Me tomo un dulcísimo Bellini. Adoro los cocktails, me parecen una de las más convincentes  aspiraciones humanas a la perfección: una creación sabrosa y sofisticada que consigue desinhibir con un toque de clase. Además, por principio, si estás tomándote un cocktail es que estás esculpiendo un rato feliz, seguramente en buena compañía, ahuyentando las penas y ralentizando el tiempo. Nada malo puede ocurrirte mientras te llevas a los labios un cocktail. En esto se parecen a los hoteles de lujo como este, territorio amigo, casa de todos y lugar de nadie. Me chiflan pues constituyen un entorno a la vez protector e irreal, donde sentirse seguro y parte de una fantasía. Allá donde viaje procuro pernoctar en ellos o, cuanto menos, visitarlos, aunque sólo sea para degustar un cocktail. Apuesto a que en una de las suites del Park Hyatt mis cenizas reposarían eternamente agradecidas. En especial de noche, mirando hacia afuera, a las parpadeantes luces encarnadas de los rascacielos de Tokio.