02 junio, 2008

Benito

La semana pasada fui testigo de cómo un portero de escalera se jugaba el tipo para evitar que la pelota de un niño acabara entre las ruedas de un vehículo y me acordé de Benito. Durante 25 años, Benito fue el portero de mi finca. Pocas profesiones determinan tanto el nombre de uno como la de portero. Podría haberse llamado Segismundo, Anacleto o Zacarías, pero Benito también es un modélico nombre de portero. Igual que Sacristán lo es de chófer y Braulio de mayordomo. Todo esto dicho con el mayor de los cariños. Recio, enjuto, cejijunto y de dicción imposible (pensad en Ferran Adrià con un resfriado de muerte), Benito había llegado a Barcelona de un pueblo indeterminado de la España profunda. Lo que parece seguro es que se presentó en la enmarmolada portería de la ufana Diagonal que debía vigilar luciendo una boina y acompañado de su esposa (llamada Amparo, un nombre también muy apropiado para la mujer de un portero) y su madre vestidas de luto riguroso. Mas sospechoso de esconder un malicioso intento de ridiculización, a través de la composición de un perfecto Paleto, supone el añadido de una gallina entre sus pertenencias.
Nuestra relación todos esos años se limitó a los buenos días y las buenas tardes con un acercamiento cada verano al ayudarme a cargar y descargar el coche al salir y al llegar de vacaciones. Benito tenía cara de pocos amigos y fama de ser un cancerbero temible (mi abuela, que era muy miedosa, lo adoraba porque la hacía sentir segura: se rumoreaba que en cierta ocasión había abortado un intento de robo de unos gitanos recurriendo a la fuerza bruta), amén de más de un piso en Hospitalet que le cubrían las espaldas cuando le llegara la jubilación. Cuando me lo cruzaba sin hacer nada en su mesa de vigilancia, siempre me preguntaba por qué no se dedicaba a estudiar una carrera o idiomas. Lamento no haber estado ahí para verlo a él y a Amparo en su último día de trabajo. A veces resulta de lo más curiosa la gente a la que nunca podrás olvidar.