15 abril, 2008

Correr


Hasta los 32 años no practiqué footing. Nunca he sido una persona particularmente atlética. Sólo el fútbol ha conseguido que me preste felizmente a sudar en pantalón corto. Ahora, si llevo más de tres días sin calzarme las bambas para trotar por la Diagonal con mi ipod comienzo a desarrollar un síndrome de abstinencia que desencadena en un plis en irritabilidad, que degenera en un plas en complejo de culpabilidad por abandonar mi cuerpo a la atrofia. La esencia humana, en definitiva, radica en la generación de obsesiones inútiles. Por suerte, esta constituye una de las fronteras más evidentes que nos separan de la inteligencia artificial.
Una fijación, la de correr, exigente y sacrificada. Qué duro es. La recompensa, por fortuna, dobla el gasto energético. Como si quisiera distraer la atención del esfuerzo, el cansancio e incluso el dolor que procura el mantenimiento de una velocidad más o menos constante sobre una superficie lisa, la mente construye una fortaleza de resistencia con los elementos contrarios, es decir, vaciándose, inaugurando un espacio limpio, no contaminado, relajado y neutro, como si la quema de calorías fuera descascarillando la corteza de tus preocupaciones para dejar a la vista una pantalla blanca en la que sólo se proyecta el camino que vas engullendo propulsándote con tus piernas.
Estoy convencido que correr es un mecanismo para el mantenimiento de la cordura, el mayor desafío que nos plantea la existencia. Más que a batir plusmarcas personales o a ampliar sin descanso la distancia recorrida, aspiro a alcanzar algún día ese punto del que hablan algunos corredores profesionales cuando, al rayar la extenuación, penetras en un estado de trance, de completa erosión del presente cinético, llegando a completar los últimos tramos sin capacidad de procesarlos y, por tanto, de recordarlos. Y me pregunto: en esos momentos, ¿el tiempo se decelera, el espacio se contrae, uno pesa menos, rescata información del subconsciente, entiende algo que siempre se le ha resistido…?