Tengo un amigo que se dedica a torturar ratas para buscar una manera de regenerar la médula espinal. Es quien ha conseguido, en parte, despertar algo de curiosidad científica en mi soñadora mente, programada para descifrar la vida en los textos literarios, a base de pasarme artículos abstrusos hasta la extenuación sobre implantes de chips en el cerebro, los procesos químicos que desembocan en el enamoramiento o las últimas teorías acerca del origen de la vida en la tierra. Se agradecen porque refuerzan positivamente la conciencia de nuestra insignificancia cósmica, al tiempo que despejan pensamientos supersticiosos o teorías infantiles y retrógradas que la masa asumimos sin pestañear, cerrando los ojos, tapándonos las narices y pa dentro. Pero su fijación más recurrente dista mucho de entrar en revistas especializadas como Science o Nature y planea a ras de la cotidianeidad más elemental. En resumidas cuentas, su retórica pregunta cíclica cerveza en mano es: ¿cuánto no aprovecharía el hombre su tiempo, cuánto no potenciaría sus facultades ocultas si no estuviera tan jodidamente obsesionado con el sexo? Cuánta razón. Qué simpleza tan animal la nuestra, la misma que se regodea en la broma gay hasta la extenuación, que convierte las referencias coñonas a Brokeback Muntain en una fuente autorregeneradora, inagotable. (¿Habéis oído a dos mujeres lanzarse coñitas lésbicas?). Yo mismo, sin ir más lejos, llevaría ya trece novelas publicadas, le habría quitado la titularidad a Ronaldinho y compatibilizaría tres carteras ministeriales. Os dejo, me voy a ver Instinto Básico 2.
05 abril, 2006
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