19 abril, 2006

Mucho ruso en Rusia

De Rusia había oído hablar del frío, el comunismo, las matruschkas, el vodka, Dostoievski y el chiste de los polvorones Estepa. Básicamente. Ahora sé (al menos en lo que a San Petersburgo se refiere, un cruce desconcertante entre una Viena posnuclear y el sector oriental berlinés) que el esplendor zarista se pudre al lado de mastodónticos edificios oficiales, que sus avenidas y plazas tienen unas dimensiones vertiginosas, sus gentes un trato arisco, que sus polvorientos tranvías se caen a trozos y su stroganoff es delicioso, que las iglesias ortodoxas son una preciosidad y sus estaciones de tren una pesadilla kafkiana, y que es costumbre que hombres y mujeres paseen con botellas de cerveza en la mano a cualquier hora del día. Compré presunto caviar de beluga en el mercado negro y una copia perfecta de "El caso Slevin" en DVD por 4 euros (lástima que doblada en ruso). Me quedé embobado frente a los cuadros de Matisse del Hermitage, pasé seis horas en un autocar con cincuenta locales que visitaban Nodgorov escuchando las explicaciones de una guía que sólo hablaba su lengua materna, comí en el restaurante del que partió Pushkin al duelo absurdo que le costaría la vida y cené acunado por los cantos regionales de un cuarteto de zíngaras. "Spaseeva".