11 agosto, 2005

Hey, Charlie

No está a la altura de Matilda y su humor negro para niños, pero Charlie y la fábrica de chocolate, de Roald Dahl, es, junto a su segunda parte, Charlie y el gran ascensor de cristal, uno de esos libros infantiles que recomendaría leer a cualquier adulto. De hecho, es uno de esos libros (Momo sería otro, sin duda) que me da pena que un niño no haya leído. Y que todavía me da más pena de que un adulto no conozca ni por referencias, sobre todo porque para un adulto… ¡me temo que ya es tarde! Puede que llegues a ser buena persona igual si no has leído a Roald Dahl, pero no sé… Yo tengo mis dudas.

(A veces venía alguien a la FNAC y sacaba la clásica lista de libros recomendados. Arrugaba la nariz al llegar a Charlie y la fábrica de chocolate y preguntaba ¿está bien este? Yo se lo buscaba desesperadamente, se lo ponía en las manos y les empujaba hacia la caja en plan ¿bromea? ¡Es lo mejor que se ha escrito! Ande, tire para la caja y yo fingiré que no he oído que decía no conocer Charlie y la fábrica de chocolate…).

Charlie es un niño pobre. Pobrísimo. Su padre trabaja enroscando tapones de pasta dentífrica a sus respectivos tubos en una fábrica, lo que significa que toda la familia vive de pan con margarina (lo de la margarina debía de parecerle a Dahl lo último, en Matilda ya hacía que la pobre señorita Honey se alimentara exclusivamente de margarina) y de sopa de repollo (que sigo sin saber lo que es, pero que me ha quedado de aquella época la sensación de que debía de ser de lo más cutre, algo así como lo opuesto a la cerveza de jengibre de los libros de Los Cinco).

Lo de toda la familia significa Charlie, su padre y su madre y cuatro abuelos que Dahl asegura que sobrepasan los 90 años, lo cual es matemáticamente imposible a menos que supongamos que los padres de Charlie tengan de 60 a 70 años y por lo tanto (Charlie tiene unos 10 años) el suyo sea un caso digno de figurar en los anales junto al de la mujer rumana de 67 años que tuvo gemelos el año pasado.

El caso es que (para resumir), Charlie tiene un golpe de suerte de lo más necesario para la supervivencia de la familia y gana una visita guiada por la mayor fábrica de chocolate del mundo, la fábrica del señor Wonka, además de dulces y chocolate para el resto de su vida (perfectos para completar la dieta del repollo, aunque el resultado no sea muy equilibrado, proteínicamente hablando). Otros cuatro niños, a cual más repulsivo y malcriado, ganan el mismo premio, y entran en la fábrica junto a Charlie.

Y ese es, fundamentalmente, el argumento de Charlie y la fábrica de chocolate, un título que diríamos que se ajusta bastante a lo que sería el desarrollo de la historia. Hasta aquí, nada nuevo, nada especial, un montón de tópicos sobre niños caprichosos y niños buenos y pobres, muy dickensianos y tal. Lo que pasa es que Roald Dahl es un tipo un tanto siniestro al que le gusta poner toques de humor absurdo en sus libros infantiles, y eso es lo que los hace tan disfrutables:


-¡Allí los tenéis!-gritó el señor Wonka-. ¡Caramelos cuadrados que se vuelven en redondo!
- No veo cómo pueden volverse en redondo si son cuadrados-comentó Mike Tevé.
- Son cuadrados-dijo Veruca Salt-. Son completamente cuadrados.
- Claro que son cuadrados-intervino el señor Wonka-. Yo nunca he dicho que no lo fueran.
-¡Dijo que se volvían en redondo!-le reprochó Veruca.
- Yo nunca dije eso. Dije que eran unos caramelos cuadrados que se volvían en redondo.
- ¡Pero no se vuelven en redondo!-exclamó Veruca Salt-. ¡Siguen siendo cuadrados!
- Se vuelven en redondo- insistió el señor Wonka.
-¡Claro que no se vuelven en redondo!- gritó Veruca Salt.
- Veruca, cariño-dijo la señora Salt-, no le hagas caso al señor Wonka. Te está mintiendo.
- Mi querida merluza-cortó el señor Wonka-, vaya a que le frían la cabeza.
- ¡Cómo se atreve a hablarme así!- gritó la señora Salt.
- ¡Oh, cállese! – pidió el señor Wonka-. ¡Y ahora, mirad esto!- sacó una llave de su bolsillo, abrió la puerta, la empujó… y de pronto… al ruido de la puerta que se abría, todas las filas y filas de pequeños caramelos cuadrados se volvieron rápidamente en redondo para ver quién entraba. Las diminutas caritas se volvieron realmente hacia la puerta miraron al señor Wonka.
- ¡Ahí lo tenéis!- gritó éste triunfalmente-. ¡Se han vuelto en redondo! ¡No hay discusión alguna! ¡Es un caramelo cuadrado que se vuelve en redondo!


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Es más: diría que el profesor Dumbledore (que a veces parece que chochea, pero no) de la saga Harry Potter es un poco señor Wonka. Me apuesto lo que queráis (que es una expresión muy de libro infantil traducido) a que J.K. Rowling tiene las Obras Completas de Dahl en su biblioteca.

Las dos únicas vitaminas que no contiene son la vitamina S, porque le pone a uno enfermo, y la vitamina H, porque hace que le crezcan a uno cuernos en la cabeza como a un toro. Pero sí tiene una dosis muy pequeña de la vitamina más rara y más mágica de todas: la vitamina Wonka.
-¿Y esa qué le hará?- preguntó con mucho interés el señor Tevé.
-Hará que le crezcan los dedos de los pies hasta que sean tan largos como los de las manos…
-¡Oh, no!-gritó la señora Tevé.
- No sea tonta- dijo el señor Wonka.-. Es algo muy útil. Podrá tocar el piano con los pies.

Así que aunque no entiendo por qué Tim Burton ha sentido la necesidad de pintarle a Johnny Depp los labios de color magenta, espero que haya resistido la tentación de incluir las canciones de los Oompa-Loompas y que la peli que sobre Charlie y la fábrica de chocolate se estrena esta semana no me haga decir aquello de “uf, era mejor el libro”.