13 marzo, 2010

Cuando cumplí ocho años me regalaron El príncipe destronado. Toma ya. El regalador debió de pensar que, puesto que el libro en cuestión tenía dibujitos en la cubierta, seguro que era estupendo para niños. Y Miguel Delibes le debía de sonar a autor bueno, de qualité, o algo así. A mí me gustaba leer, sí, y hacía tiempo que había dejado de leer libros de la serie azul de Barco de Vapor, pero de ahí a entender El príncipe destronado hay un trecho. Algo que comprendí enseguida cuando empecé, llena de buena voluntad, a leer aquel libro de letra pequeñita. No entendí ni jota. El narrador hablaba todo el rato de una “bata azul” que entraba y salía (y yo veía una bata volando, vacía) y decía que el novio de la criada le daba un mordisco a su chica (y yo me lo imaginaba en plan literal, cual novela de Stephanie Mayers). Era el mundo de los adultos visto por un niño. Pero no estaba escrito para que lo entendiera un niño. Así que, una vez hecho el esfuerzo de leer unas cuantas páginas, arrinconé el libro y lo perdí de vista. A saber a dónde fue a parar.

Luego me tocó leer El camino, como a todo el mundo, en la escuela (las lecturas obligatorias: el método más rápido para que cualquier niño aborrezca un libro) y, más adelante, Cinco horas con Mario (que sólo entendí confusamente: no recuerdo que nadie me explicara la gran ironía de todo el asunto). En la facultad leí La hoja roja (probablemente el primer libro de Delibes que supe apreciar) y, después, nada más de Delibes en muchos años.

Nada hasta hace un mes, cuando me puse a releer Cinco horas con Mario para preparar una reedición que saldrá estos días. Busqué cubiertas extranjeras de la obra, para los pliegos fotográficos. Busqué fotos de Delibes, una de ellas con su mujer, una de sus favoritas. En las pruebas, la correctora le había puesto acento a “sandio”, con lo que parecía que Menchu estuviera llamandole “sandío” a Mario. Me imaginé una sandía en el ataúd. Quité el acento. Delibes detestaba que aparecieran erratas en sus libros. Espero que sirva como compensación kármica.