Un sms a las 8:21 de la mañana del pasado domingo me comunicaba el suicidio del escritor David Foster Wallace. una noticia así siempre produce como primera reacción una extrañísima estupefacción, que surge de la imposibilidad de nuestra mente cuerda para concebir que uno pueda sacrificar su vida, lo único que en el fondo poseemos. "Sólo hay un asunto filosófico verdaderamente serio y ese es la muerte" declaró Albert Camus. Aplacado un poco este shock que aboca a un abismo terrorífico, lo siguiente en que pensé fue en la manida reflexión de lo terriblemente difícil que ha de resultarle a un genio conseguir encajar en el mundo. Obsesiva, retorcida, dolorida, paranoica, enfermiza, a ratos asfixiante y petulante, la literatura de DFW mostraba a un individuo con una capacidad de observación y de análisis tan excepcionales que rayaba con frecuencia la demencia. Supongo que resulta inevitable no atormentarte si abres tanto los ojos que dejas entrar demasiados ángulos ciegos y puntos de sombra.
Más tarde me resultó de lo más perturbador y cruel que el escritor se hubiese ahorcado en su casa sabiendo que iba a encontrárselo su mujer, con lo que al trauma de su muerte le añadía a su pareja la insoportable y por siempre fantasmagórica imagen de su consumación física, una infinita broma de pésimo gusto.
Personalmente, la obra de DFW significó un regalo divino, una excitante revolución, una puerta a otra dimensión, una de esas experiencias místicas, sobrecogedoras y noqueadoras que uno encuentra en contadísimas ocasiones en su trayectoria lectora, y que consigue una reacción paradójica: sentirte empequeñecido ante la prodigiosa materia gris y pirotecnica verbal de un escogido para elevar el listón del potencial artístico de la humanidad, al tiempo que te hace crecer al proyectarte hacia cotas de placer intelectual insólitas. la crónica/ensayo que da título al conjunto Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer me parece
que marca el techo de lo que puede alcanzarse con un artículo periodístico de ideas.
Hace bastantes años, intenté machaconamente que el autor me diera audiencia y tuve que conformarme con cuatro desganadas respuestas on line, pero ni así disminuyó mi interés por sus libros. Releí hace poco su pieza sobre Roger Federer y reflotó esa mezcla de adoración y envidia estratosféricas. En estos momentos siento una tristeza algo injustificada y ridícula por su fallecimiento, dado que la profeso por un completo desconocido que en persona podría haberme parecido insufrible. Lo que me conduce a sospechar que lo que de verdad me aflige es imaginarme todas esas millones de conexiones neuronales que consiguieron dibujar una constelación única e irrepetible en el cerebro de DFW volatilizándose sin remisión en un suspiro, como una flecha de fuego impactando sobre Bañistas de Asnières de Seurat.
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