Como cualquier genio, David Foster Wallace (DFW) era dueño de una personalidad que, de tan compleja y abarcadora, emitía señales contradictorias, no siempre descifrables. Al tiempo que el mundo quedaba asombrado ante su inteligencia omnisciente y sus infinitos recursos retóricos, hasta encumbrarlo como el paladín del segundo advenimiento del posmodernismo, él se declaraba un escritor tradicionalista y conservador, lamentando la caída de gran parte de la literatura americana de su tiempo en la trampa de la ironía y el cinismo. Su formación en el terreno de la filosofía, con una especial querencia por la lógica y las matemáticas, imbuía su ficción de unos marcados niveles de abstracción y hermetismo, pero él aseguraba que su interés primordial yacía en el carácter y la vida interior de sus personajes. Como cualquier superdotado, su don tenía una cara luminosa, en cuanto suponía un regalo para toda mente que, amiga de los desafíos, estuviera dispuesta a abrirse camino a machetazos por una jungla gramatical llena de tesoros semánticos, y un reverso negativo, el de la facilidad con que uno podía perderse por el camino e incurrir en manipulaciones (por ejemplo, esa conversión de su discurso del Kenyon College en un librito de recetas new age titulado This is Water) o malentendidos (por ejemplo, su coronación como mago del artificio cool) para disimularlo. La decisión de publicar El rey pálido, novela que no sólo dejó incompleta sino deslavazada en fragmentos inconexos y carentes de una hoja clara de ruta, puede verse como la coda a esa incógnita que supuso siempre la distancia entre las intenciones del autor (que confesaba que sólo publicaba uno de cada tres o cuatro trabajos que empezaba y que criticaba duramente la mercantilización de la cultura) y la interpretación de su voluntad. ¿Qué DFW no destruyera tan caótico manuscrito fue una prueba de su deseo de que viera la luz a título póstumo o un documento de capitulación que situaba un fracaso profesional entre los factores que lo condujeron a suicidarse? Ante la duda, ¿debería imponerse el misterioso silencio del muerto o el deseo de ruido del vivo?
Esta ambivalencia se traslada por completo al crítico. Pese a que se intuyen los ingentes esfuerzos del editor Michael Pietsch por unir el amorfo puzzle de cara a tener “la oportunidad de echar un vistazo más a esa mente extraordinaria”, uno duda que semejante provisionalidad hubiese superado el corte de mínimos del autor y, a la luz de la obra en cuyo espejo de ambición y superación debía mirarse, La broma infinita, queda reducida a un borrador cargado de potencialidad al que los grandes destellos no evitan la falta de calcificación del conjunto. Al mismo tiempo, leyéndola se asiste el impagable eclipse resultante de que un tema esencial de DFW, el estudio de individuos prisioneros de sus límites mentales y físicos, coincida con la desestabilización extrema en la propia vida de su creador, que batalla contra sí mismo por sacar adelante un proyecto que quizás albergara en su núcleo un mecanismo de autodestrucción: la imposibilidad de novelizar el aburrimiento letal. El rey pálido pues como novela a su vez antropófaga con su autor y quimérica con su asunto, un doble fenómeno demasiado excepcional para que hubiese quedado restringido a los ojos de los investigadores que se acercaran al Harry Ransom Center de la Universidad de Texas, donde quedará depositado su legado, o circular sólo por medio de fotocopias clandestinas entre howling fantods (así se autoproclaman los fans más irredentos del escritor). Por otra parte, esto no significa que la mezcla de entrenamiento y adoración de ambos grupos no los convierta en los sherpas más facultados para coronar la cima.
Colocar o no la partitura
En la novela se produce la paradoja que su tronco central, que sigue la cotidianeidad de unos inspectores de Hacienda, deviene con frecuencia irritante, inextricable y, claro está, soporífero, tanto por la naturaleza de su asunto (el tedio que deben combatir), como por su falta de vertebración. Por el contrario, hay apartes sublimes como cuando DFW desmonta las mentiras comunes de la humanidad (el amor preprogramado de los padres vinculado al amor incondicional de Dios, el narcisismo visto a través de los horóscopos..), retrata a tipos detestables, enfermizos o colocados (el contorsionista, el bromista escatológico, la orgía anfetamínica..), observa tras lentes tridimensionales un espacio(el atasco de tráfico y la estructura de la sede de la agencia) o interpreta nuestro día a día bajo el prisma de lenguajes especializados (la familia como empresa con ánimo de lucro). Y, por supuesto, se apuntala el motor último de la ficción fosterwalleciana; interrogarse sobre los límites del lenguaje a la hora de traducir nuestros pensamientos, o cómo deshacer los nudos de símbolos para ir al sentido verdadero.
En su soberbio ensayo “Entrevistas breves con hombres repulsivos: los obsequios difíciles de David Foster Wallace”, contenido en Cambiar de idea (Salamandra), Zadie Smith señala: “No se puede leerlo y comprenderlo y disfrutarlo a semejante velocidad, del mismo modo que yo no puedo cogerle el tranquillo a las Variaciones Goldberg en un fin de semana. Su lector debe verse a sí mismo como un músico que coloca la partitura –el obsequio de la obra- en el atril, que decide tocar (…) Por supuesto, los argumentos que podrían emplearse con respecto a esta clase de lectura son poco razonables, del todo experimentales e imposibles de defender objetivamente. Al final, sólo puede decirse que su propia defensa es el obsequio difícil, y su profundo y gratificante placer es algo que sólo puede conocerse experimentándolo”. Touché.
El rey pálido, en cuanto obra inacabada y ambigua, amplifica el reto, sube las apuestas, dispensa frustraciones extra. Pero, una vez más, el camino puede ser arduo, pero la recompensa es generosa, aunque haya que pasar por encima del autor para recoger una ofrenda que nunca fue tal. Antonio Lozano
Publicado en el número de noviembre de la revista "Qué Leer"
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