El escritor como trofeo
La obsesión de las publicaciones por ser los primeros y/o los únicos en publicar una entrevista con un escritor está saboteando el periodismo literario. Cuando la exclusiva es más importante que la satisfacción del lector, el modelo “Sálvame” se recorta en el horizonte. texto ANTONIO LOZANO
El periodista acaba de imprimirse los billetes de embarque para la entrevista que tiene al día siguiente cuando le suena el móvil. Es la jefa de prensa comunicándole compungida que no puede viajar. Un colega de la competencia ha puesto el grito en el cielo y ha amenazado con que su medio no publicará nada si tiene compañía.
Una jefa de prensa negocia tres entrevistas con un prestigioso autor, lo que le supone una cansina sucesión de cambios, un tira y afloja en forma de llamadas telefónicas y de emails a varias bandas. En el camino se suma el enfado del escritor, que ha aceptado a regañadientes un encuentro extra con la prensa (sólo quería dos) y el enojo de varios periodistas que han visto denegada su solicitud de una cita. Se hacen las tres entrevistas. Dos se publican y la tercera, la que más costó cerrar, no. ¿Motivo? Porque ya se han publicado las de la competencia.
Un periodista se lee una novela de quinientas páginas deprisa y corriendo porque debe apagar un fuego, prepara el cuestionario, se cita con el escritor, transcribe la cinta, completa el texto, lo envía. Pasan los días y aquella pieza que se encargó como si de su inmediata publicación dependiera el futuro de la cultura europea no da señales de vida. El periodista interroga a los jefes. “Ya está quemada, la dieron los otros, lo siento”. El periodista no cobra el trabajo porque no vio la luz, por lo tanto es varios euros más pobre (no muchos, por desgracia), siente un vacío de quinientas páginas en el estómago y hay una docena de horas de su vida con el mismo valor que un billete de lotería sin premiar.
Un lector se entusiasma con la entrevista a un escritor que aparece en su periódico de confianza. Recorta la página. Acude con ella a la librería. Ya siente en las palmas de las manos el peso del ejemplar e incluso diría que sus neuronas han comenzado a reproducirse a mayor velocidad ante la expectación del alimento intelectual que se avecina. Entonces es cuando le toca al librero el ingrato papel del aguafiestas al tener que comunicarle al cliente que aún faltan algunas semanas para que se edite el libro. El lector abandona entre frustrado y perplejo la librería; él juraría que cuando entrevistan a un actor o a un músico es porque su película o CD ya está disponible; también pondría la mano en el fuego al suponer que una exposición sólo se reseña si ya se ha abierto al público. Tendrá que comprobarlo.
Y tra la lí, tra la lá, en este conjunto de cuentos tenemos a tres periodistas furiosos, dos jefas de prensa amargadas y un lector con un palmo de narices. La única que sonríe ufana por encima de todos es la vanidad del responsable de la publicación que consiguió la exclusiva, que se adelantó al rayo.
El modelo Fórmula 1
Todos los casos reales descritos con anterioridad son el pan de cada día en la selva en que se ha convertido el periodismo literario (sólo puedo hablar por éste), una carrera por llegar antes, que no es por supuesto lo mismo que llegar mejor, y que muchas veces impide siquiera llegar. Uno pensaría que una publicación, sea un diario o una revista, debería ser un servicio público que tuviera como prioridad informar, orientar, asesorar y cultivar al lector. Por el contrario, parece que con demasiada frecuencia actúa movida por la satisfacción corporativa o personal de poder colgarse la medalla de haber dado algo antes que nadie o, mejor aún, de privarle al otro de la satisfacción de darlo. Esta conversión del periodismo en un campeonato de Fórmula 1 parte de la absurda presunción de que el lector de un medio de comunicación lo es también de los de la competencia. No es así, pero incluso si lo fuera, ¿por qué no pensar que la reiteración de un tema permitiría profundizar en él?
Si estuviéramos hablando de quién da el primer paso en destapar el nuevo caso Watergate se entendería el celo profesional, pero la materia prima con la que se trafica es el puro placer lector. ¿No es infantil privar a tu lector de un artículo sobre un autor de su interés porque un individuo que no conoce sí ha podido disfrutarlo en un medio que el tuyo no compra? En un momento en que las redes sociales y los blogs demuestran que lo que más valora el individuo es compartir, en que la recomendación abierta y vírica es la estrella, la fosilización de algunos medios al pretender apropiarse de los contenidos se antoja cavernícola. Cuando menos, la guerra por una entrevista o un avance editorial en exclusiva resulta particularmente ridícula ahora que estamos a un clic de docenas de ellas en todos los idiomas. La capacidad de cada periodista literario para convertirse en un prospector fiable y despertar interés por aquellos títulos que merezcan la pena debería ser la principal regla del juego y no la transformación de los escritores en trofeos. Si no, todos trabajamos de más, todos perdemos. De seguir así, el siguiente paso quizás sea adoptar el modelo de Sálvame y pagar a los autores para que se limiten a conceder entrevistas a las publicaciones que los patrocinen.
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