8 minutos después de haber hollado por vez primera la árida y rocosa superficie lunar, el comandante Neil Armstrong cree captar un destello en ese páramo silencioso y helado. En un primer momento lo atribuye a un efecto espejo provocado por el impacto de uno de los focos lumínicos del módulo sobre algún punto de su traje. Viendo que su compañero Aldrin está ocupado desenredando la bandera americana, decide acercarse y salir de dudas. Para su sorpresa, descubre que hay algo material yaciendo en el suelo. Le embriaga una cierta aprensión que finalmente no tiene nada que hacer frente a la roedora curiosidad, por lo que se agacha a recogerlo. Entre sus dedos se encuentra con un vulgar chicle dentro de su envoltorio rectangular de color plateado.
La histórica expedición regresa a la Tierra y, tras muchas cavilaciones, Armstrong opta por mantener en secreto su hallazgo. Por dentro, sin embargo, se siente furioso y estafado. Cada vez que recibe una felicitación, un aplauso o un vítore la tenaza del fraude le pinza el alma. ¿Pero cómo afrontar el ridículo de confesar que no fue el primer hombre en pisar la luna? ¿Y por qué no sale un astronauta ruso o un ingeniero espacial chino a colgarse la medalla? Sobre todo, ¿cómo le dice a su mujer que renuncie a la mansión de Long Island que ya tienen apalabrada gracias a los emolumentos de la hazaña? Armstrong toma pastillas para dormir, pierde el apetito, adopta por defecto una actitud taciturna, algunas mañanas se olvida de darle de comer al perro, con frecuencia compra fertilizante para las plantas y lo abandona en un rincón del cobertizo. Una noche se despierta sobresaltado y sudando a chorros a resultas de una pesadilla en la que, siendo el invitado de honor a una cena de gala en la Casa Blanca, es humillado a mitad de su discurso cuando todos los asistentes se levantan al unísono y comienzan a mascar, sonoramente y entre carcajadas fantasmagóricas, chicles de menta ácida que llevaban escondidos bajo la lengua.
Se levanta de un salto resuelto a destruir al monstruo gomoso que le ha arruinado la vida. Lo coloca sobre la barbacoa, lo rocía con gasolina y le prende fuego. Cuando queda reducido a un garbanzo carbonizado, lo deposita en el profundo surco que ha cavado bajo el roble de su jardín, lanzándole seguidamente paletadas de tierra para que more eternamente junto a las hormigas. Armstrong regresa a la cama con una beatífica sonrisa que se traducirá en un sueño angelical. Este aún no ha llegado a su máxima expresión que el maltrecho chicle subterráneo ya ha comenzado a solidificarse y a crecer hasta alcanzar el aspecto, el tamaño y la consistencia de una pitillera de color fucsia. Esta metamorfosis va pareja a la desactivación de la emisión de una suerte de notas musicales de naturaleza atonal en una frecuencia inaudible para el oído humano. La nave extraterrestre ¿K9->> jamás captará ya la señal que le indique la localización de la caja negra del último modelo que la precedió.
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