Cuando se van de nuestro lado, los muertos nos dejan una prenda, mas no una prenda negra, de luto, sino una de nuestro color favorito. Cada día la llevas puesta. Te levantas y la llevas adherida al pijama, te duchas y la tienes sobre tu piel desnuda, sales a la calle y la paseas encima del abrigo. Hay días en que no adviertes su presencia y otros en que todos los espejos te la devuelven en alta definición, días en que es suave al tacto, días en que pica endemoniadamente. Pero siempre está ahí, agazapada como una muela, intuida como una presencia en un callejón vacío. No se mancha, no se encoge. Sólo se decolora gracias a los años y, sobre todo, a las prendas con que te van arropando en silencio las personas que vas conociendo. Paradójicamente, estas sí son negras, de luto porque contienen la posibilidad de perderse, de despertar una mañana y no llevarlas puestas, de acostarse y comprobar que nos las hemos dejado en el respaldo de un bar. Se manchan y se encogen. Y vivir, en gran medida, supone saber combinar los dos modelos de prendas.
19 abril, 2007
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