31 diciembre, 2012

Diez títulos de este 2012 que me han entusiasmado:


1. "People Who Eat Darkness", de Richard Lloyd Parry. Un electrizante "true crime" en torno a la desaparición y posterior asesinato de una joven ex azafata de British Airways en Tokio en el año 2000.

2. "Pensar el siglo XX", de Tony Judt. Una panorámica interpretación del siglo pasado que supone, a su vez, un razonado llamamiento a recuperar los principios democráticos y la igualdad social.

3. "La liebre con ojos de ámbar", de Edmund de Waal. El coleccionismo como puente para hablar de tragedias familiares, de convulsiones históricas y del alma de las ciudades.

4. "Yoga para los que pasan del yoga", de Geoff Dyer. Una forma adictiva de hacer literatura de viajes donde cabe el apunte erudito, el análisis psicológico y las rachas de ficción.

5. "Miami Blues", de Charles Willeford. Una excéntrica novela negra de los 80 con el detective menos heroico y el psicópata más chiflado que uno pueda imaginarse.

6. "El ángel esmeralda", de Don DeLillo. Los cuentos del maestro, pura sugerencia, cajas negras, concisión formal al servicio de la máxima amplificación de sentido, el otro como misterio indescifrable.

7. "Un forastero en Lolitalandia", de Gregor von Rezzori.  Una recreación del viaje de Humbert Humbert y su nínfula para enfrentar una América mítica con sus despojos.

8. "Los que sueñan el sueño dorado", de Joan Didion. La inteligencia y la poesía estratosféricas de la reportera que rompió las costuras de la crónica.

9. "Muerte en verano", de Benjamin Black. La sublime prosa de Banville puesta al servicio de la descripción de personajes que se acoplan a tramas de una ligereza encantadora.

10. "Cuerpo a cuerpo", de Domènec Font. El cine contemporáneo analizado en función del tratamiento del cuerpo humano.

Bonus tracks: "Victus" de Albert Sánchez Piñol, "Más afuera" de Jonathan Franzen, "Mátalos suavemente" de George V. Higgins, "Frutos extraños" de Leila Guerriero y "This Is Not the End of the Book" de Umberto Eco y Jean-Claude Carrière.

03 septiembre, 2012

Versión íntegra del artículo sobre la correspondencia de Kerouac, Ginsberg y Hunter S. Thmposon publicado este agosto en el suplemento "Cultura/s".


BEATNIKS Y GONZOS


Entre mediados de los años 50 y de los 70 del siglo XX, la paranoia atómica, la lucha por los derechos civiles, Vietnam, el Watergate… provocaron que las placas tectónicas de los Estados Unidos no dejaran de sufrir sacudidas. El periodismo y las letras del país experimentaron una serie de autocombustiones que buscaron a un tiempo socavar los cimientos sociales, proponer un nuevo paradigma cultural, expandir los límites de los géneros de creación y, como toda revolución que se precie, empujar al individuo a cuestionarse la inmovilidad de las leyes que gobernaban su realidad. La política y la publicidad se conjuraban para crear un mundo peor que la escritura podía denunciar y ayudar a resquebrajar. Los viejos modelos no servían, había llegado la hora de jugar a la contra. 
El movimiento trascendentalista de Emerson, Thoreau y Whitman había desbrozado el sendero en el siglo XIX invitando a la búsqueda de una energía cósmica interior por la vía del panteísmo. El mandarín beatnik Jack Kerouac, su íntimo amigo y compañero de viajes siderales Allen Ginsberg y el cronista rabioso Hunter S. Thompson fueron tres de los principales reactores de este furor colectivo por tergiversar el orden. Una reinvención del poder de la palabra de la que participó el surgimiento de ese Nuevo Periodismo que mezcló el dato y el invento y, con un ánimo más sutil, la novela de suburbio, que desmontó la felicidad prefabricada de extrarradio, sin olvidar, por supuesto, a malditos que ululaban por libre como Charles Bukowski o John Fante.
La coincidencia en librerías de El escritor gonzo. Cartas de aprendizaje y madurez, 1955-1976, una selección de las casi 20.000 misivas que Hunter S. Thompson envió a lo largo de su desaforada existencia, y de Cartas, la compulsiva correspondencia que Kerouac y Ginsberg mantuvieron entre 1944 y 1963 se antoja de lo más pertinente en la actual coyuntura de indignación ciudadana, desconcierto, búsqueda de sistemas alternativos y crisis de la prensa. Basta pensar en las resonancias de los títulos más emblemáticos del trío para entender su adecuación al presente de las plazas: En el camino, Aullido y Miedo y asco en Las Vegas (imposible que no se le cruce a uno la imagen del magnate Sheldon Adelson).
En la intimidad del papel timbrado la aureola mítica de todos ellos contrasta con un estado de ruina económica permanente, acumulación de rechazos editoriales, broncas con los agentes y un sinfín de trabajos alimenticios, todo harto más doloroso si uno está seguro de poseer una obra que convulsionará al mundo. Porque, ¿acaso la mera conservación de esta correspondencia no revela la fe de cada uno de ellos en su gloria futura -Thompson escribía sobre papel carbón para tener copia, Kerouac habla de una clasificación perfecta y de un archivador metálico que le facilita su consulta? Y hablando del porvenir, ¿el email imposibilitará recopilaciones de esta naturaleza o la cualidad electrónica de los mensajes fomentará su vuelco en ebooks? Pero abramos un buzón de los de antes, de hierro y llave, para ver qué se contaban estos aventajados hijos de la contracultura.

 

Bilis justiciera

Aunque fueras su jefe en un periódico, su agente literario o su editor, Hunter S. Thompson te iba a regar con apelativos como “sanguijuela”, “subnormal” o “cagatintas”, conseguiría destrozar parte de tu mobiliario, te iba a amenazar con romperte algún hueso y luego pedirte prestado dinero. Pero ese mismo kamikaze deslenguado, loco y suicida se iba a infiltrar en las guaridas de contrabandistas de Aruba, en prostíbulos de Brasil y bandas de moteros de California, iba a departir con vagabundos, hippies, guitarristas, tahúres e inmigrantes ilegales, iba a llegar más lejos que cualquier otro para ofrecerte un reportaje en carne viva, the real thing. En el transcurso de una delirante campaña en 1970 para convertirse en el nuevo sheriff de Pitkin County, Colorado, bajo la bandera del Partido del Poder Freak, el escritor envía una misiva que ilustra un posible censo de sus compañeros de armas: “La suerte está echada. Sólo falta saber cuántos frikis, drogatas, delincuentes, anarquistas, beatniks, cazadores furtivos, sindicalistas revolucionarios, moteros y otros bichos raros saldrán de sus respectivos agujeros para votarme”. Que Thompson perdiera por apenas 400 votos de un total de 25.000 demuestra que no sólo era apreciado por los parias y los outsiders sino que, detrás de su imagen de peligro público aficionado al LSD, la mescalina, el whisky, las armas y los doberman, circulaban argumentos que buscaban de forma sistemática  alertar del daño que se hacía en nombre del sueño americano. Colegas de la talla de Tom Wolfe o William Kennedy veían en él a un genio estrambótico, empeñado en inseminar su cólera en artefactos narrativos que trajeran algo de justicia social.   
Precisamente la distancia entre su asociación póstuma con una malcarada estrella del rock, que empleó la revista Rolling Stone como trampolín para sus excesos, y su intención última de ser un moralista combativo en la estela de George Orwell, Jack London o H.L. Mencken se postula una de los rutas más interesantes que abre la lectura de El escritor gonzo. Las etiquetas de “periodista independiente” o “francotirador de las letras” alcanzan su pleno significado en la figura de Thompson, quien demostró que para encarnarlas uno debía estar dispuesto a pasar hambre, ser desahuciado de su piso, morder la mano que le daba de comer, arriesgarse a que su objeto de estudio lo apalizara –como le ocurrió con Los Ángeles del Infierno-, tener siempre a sus enemigos en el punto de mira –de Nixon, su bestia negra, comenta “era un animal que había que exterminar”- y saber que la realidad es tan grotesca que uno sólo puede aproximarse desde la carcajada irónica –en una entrada con apenas 21 años declara “riámonos del mundo a través de nuestras gafas empañadas por el hongo atómico”.
La correspondencia de Hunter s. Thompson también facilita un acceso privilegiado a la concepción que el padre del gonzo –a raíz de la publicación en la revista Scanlan´s Monthly del reportaje El derby de Kentucky es decadente y depravado en 1970- tenía de esta mutación personalista de los códigos del Nuevo Periodismo. A pesar de que el escritor no consiguió ver publicada su única novela hasta 1988 –Los diarios del ron, motivo de una reciente y descafeinada adaptación cinematográfica de Bruce Robinson-, se veía, antes que nada, como un contador de historias y entendía el periodismo a la manera de un laboratorio de creatividad. De aquí que subrayara que “gonzo es un estilo de “información” basado en la idea de William Faulkner de que la mejor ficción es mucho más verdadera que cualquier tipo de periodismo… cosa que siempre saben los buenos periodistas”.

Desesperado y violento

Muy lejos de la estereotipada visión del autor flotando en un permanente sueño lisérgico, propia de aquel al que apodaban “Billy el Niño con anfetas”, estas cartas dejan de manifiesto hasta qué extremos consideraba fundamental tener en todo momento el control del relato. Respecto a su obra más célebre, Miedo y asco en Las Vegas, confiesa la dificultad que le comportó simular que estaba componiéndolo bajo los efectos de las drogas: “Los directivos de Rolling Stone han creído a pie juntillas en el carácter y detalles del artículo. Están totalmente convencidos de que empleé el dinero para gastos en comprar droga y de que fui a Las Vegas bajo un colocón de órdago. Creo que es mejor no sacarlos del error; impresiona más creer que de aquella pavorosa experiencia salió un artículo como el mío”.

La vida de este animal salvaje que hizo de su máquina de escribir una trinchera, que fue vigilante nocturno en una sauna, que vendió su sangre para echarse algo a la boca, que se ofreció a Lyndon B. Johnson como gobernador de Samoa oriental, que mantuvo una correspondencia sustentada en la admiración mutua con Jimmy Carter, que profetizó la llegada de Reagan a la Casa Blanca, que a un lector de 14 años animaba a “ser un rebelde a tu manera” y a una lectora de 91 le recriminaba haber votado a “ese chorizo cabrón” de Nixon, tuvo puntos de convergencia con los beatniks, sobre los que aseguraba impartir conferencias. A Allen Ginsberg le escribe solicitándole permiso para  incluir su poema “To the Angels” en Los Ángeles del Infierno, advirtiéndole que “estoy a dos velas y desesperado, lo cual significa que no podré pagarte un duro”. Al agente Rod Sterling, artífice de que Viking Press publicara En el camino, le comunica su disconformidad con su decisión de no representarlo como sólo él sabía hacerlo: “Cuando le ponga los ojos encima, pienso aplastarle la cara y esparcir sus dientes por la Quinta Avenida”.


Flores mutuas, gemidos privados

Las cartas entre Jack Kerouac y Allen Ginsberg, por lo general plomizas y serpenteantes, que con frecuencia dan la impresión de haber sido redactadas de manera apresurada y bajo el efecto del mismo tipo de sustancias que pirraban a Hunter, misivas que fluctúan entre la pretenciosidad, el cripticismo, el lamento y el arrebato místico, rinden a su vez testimonio de dos almas casi gemelas, de una amistad rayana en la dependencia, de una alianza creativa entre pares de la palabra revelada, en definitiva, de uno de los cordones umbilicales más resistentes y sui generis que seguramente ha dado la Historia de la Literatura.

En la hemorragia verbal que suponen estas Cartas los pilares de la generación beat se dedican a lamer las heridas del otro, se entregan a la mejora de las obras respectivas sin descuidar irse recordando que son los mejores escritores del mundo, planean un sinfín de proyectos y de encuentros frustrados, cotillean con alevosía sobre los amigos (en especial sobre William Burroughs, el colmo de la pesadez, de quien Anagrama ha recuperado en bolsillo Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques, su expiatoria novela a cuatro manos con Kerouac), despotrican contra la América del capital, y hacen proselitimo acerca de las sucesivas vías hacia la verdad que les va asfaltando su colección de credos alternativos.
Kerouac le dio a Ginsberg el título Aullido –del que Sexto Piso ha publicado recientemente una edición ilustrada- y su amigo no sólo se lo dedicó, sino que tras su mítica actuación de 1955 en la Six Gallery de San Francisco, donde lo recitó por vez primera, le escribió que “ me salió con tu método, sonaba a ti, una imitación prácticamente. Qué avanzado estás en esto”. Tras leer la crítica de The New York Times de septiembre de 1957 que convirtió En el camino en un bestseller, Ginsberg le comenta que “casi me eché a llorar, era muy auténtica y elegante, Bueno, ahora no tendrás que tener miedo de existir sólo en mi dedicatoria y tendrás que gemir bajo tu larga sombra”
Porque gemir, gemía mucho Jack, que en esta correspondencia se autorretrata como un ser vulnerable e hipersensible. Alguien que en 1949 escribe “Quiero que me dejen en paz. Quiero sentarme en la hierba. Quiero montar en mi caballo. Quiero follar con una mujer desnuda en la hierba del monte. Quiero pensar. Quiero rezar. Quiero dormir. Quiero mirar las estrellas”. Y que en 1954, tras abrazar el budismo, deja escrito que “ya no deseo nada, ni escribir, ni tener relaciones sexuales, nada, he renunciado, es decir, espero renunciar a todas las malvadas emanaciones de la “vida”.

Huir o versificar el Universo
Pero aún faltaba su involuntaria conversión en un profeta, aquello que irónicamente más anhelaba ser Ginsberg, tras la publicación de En el camino. Un libro con el que en 1949 deseaba “ escribir sobre la generación desquiciada, colocar a la gente en el mapa, realzar su importancia y hacer que todo empiece a cambiar una vez más, como siempre sucede cada veinte años”. Un libro que en 1952 se le antoja a su escudero impublicable puesto que “es tan personal, está tan lleno de lenguaje sensual y de referencias mitológicas nuestras que no sé si algún editor le encontraría sentido”. Un libro escrito en mayo de 1951 con café y no con bendecrina, sobre un papel de dibujo de Bill Cannastra y no sobre un rollo de papel de cebolla de teletipo, dos errores que le hace notar a Ginsberg en relación a su crítica para Village Voice, pese a lo cual el elogio que derrama “es de lo mejor que he visto, naturalmente”. Un rollo de 36 metros de largo y 22 centímetros de ancho que estos días es la estrella de la exposición “Sur la route de Jack Kerouac: L´épopée, de l´écrit a l´écran” en el Musée des Lettres et Manuscrits de París. Y un libro/rollo que en flagrante contradicción con el inconformismo que lo animó, ha acabado convertido en una película de Walter Salles, que tuvo su première mundial en el pasado Festival de Cannes, y del que el sello Penguin ha comercializado un amplio merchandisign que incluye llaveros y termos. Qué habría pensado su padre de esto, un individuo que, tras el advenimiento de la fama le escribe a Ginsberg: “estamos en el comienzo de algo grandioso, abandonemos esto, despreciemos la publicidad, vayamos al subsuelo, emprendamos la búsqueda definitiva de las cuevas del oro (…) que le den por culo al monstruo”.
Sin embargo, el poeta de la meditación y de las enseñanzas mayas, aquel que tiene alucinaciones cósmicas con la voz de William Blake resonándole en los oídos, que anhela escapar del “chato mundo real”, que en cierta ocasión vio más allá de su vida y entendió que debía ir allí, que admite que lo suyo es el “egocentrismo emocional”, no escucha a su amigo, que de forma muy temprana ya lo tildó de “pequeña comadreja que juega a engrandecerse”. Porque lo de Allen Ginsberg es mesianismo y alucinación, es no dejar de pensar en el gran poema destinado a explicar el Universo. Antes que John Lennon hablando de Los Beatles, ya entendió que sólo existía un espejo en el que Jack y él podían mirarse: “La imagen pública en general de los beatniks viene del cine, de Time, de la tele, del Daily News, del Post, etc., para los enrollados es una impostura, para la masa es el mal y para los intelectuales liberales algo desordenado y caótico, pero eso es lo bueno y lo que me gusta por extraño que parezca, que aún somos tan misteriosos para los filisteos que es inevitable que nos malinterpreten, porque ¿cómo va a percibir toda una nación la ilusión de la vida en un año? Y puesto que somos defensores del compañerismo y el satori, ¿cómo se puede esperar que la masa nos comprenda en estos mundos hostiles? La burla es el cumplido inevitable. Fíjate en lo que le pasó al pobre Cristo: lo crucificaron”.
En un combate de boxeo entre el ego de Thompson y el de Ginsberg, sólo podría habido un vencedor a los puntos. Muy lejos del ring, Keroauc estaría contemplando las estrellas desde algún risco, mordisqueando la comida que habría preparado con sus propias manos. Este, aseguraba, era su plan de vida ideal. Antonio Lozano     

El escritor gonzo. Cartas de aprendizaje y madurez, 1955-1976. Hunter S. Thompson. Ediciónd e Douglas Brinkley. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama. 520 págs. 24,9 euros.

Cartas. Jack Kerouac y Allen Ginsberg. Edición de Bill Morgan y David Stanford. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama. 589 págs. 24,9 euros.

Aullido. Allen Ginsberg y Eric Drooker (ilustr.). traducción de Rodrigo Olavaria. Sexto Piso. 226 págs. 24,9 euros.

Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques. William S. Burroughs y Jack Kerouac. Traducción de Fernando González. 192 págs. 8 euros.

Los diarios del ron. Bruce Robinson. 2011.

On the road. Walter Salles. 2012.

Sur la route de Jack Kerouac: L´épopée, de l´écrit a l´écran. Musée des Lettres et Manuscrits (del 16 de mayo al 19 de agostod e 2012). 

18 abril, 2012

¡¡¡PENTA ATTACKS!!!




De los creadores de Orson y el bosque de las sombras y El cuerno y el centro de la luna llega otra mini producción de impacto: El 5º caso del mítico detective Penta/ El 5è cas del mític detectiu Penta (Edebé). Un sabueso cuya vida ha estado marcada por el número 5 se enfrenta al mayor desafío de su carrera con una desaparición paranormal. Y si el texto de Antonio Lozano tira para normal, las ilustraciones de Alex Omist son una preciosidad. La prueba la tenéis en su web, aquí: http://alexomist.com/Penta.html. El libro ya está a la venta y, aunque se indica que es ideal para 8 años, no sufráis, casi todos podréis entenderlo.

El 23 de abril The Omist & Lozano Team firmará ejemplares en la FNAC L´Illa entre las 16 y las 17 horas y en la caseta del sello Edebé en las Ramblas (bajando a mano izquierda, frente al Poliorama) entre las 17:30 y las 18:30.

Lo mejor de todo es que a las primeras 50.000 personas que compren un ejemplar se les entregará un bono por el que los autores se comprometen a montarles gratuitamente el próximo mueble zapatero adquirido en Ikea (hasta el año 2035 y excluidos festivos y noches en que el Barça juegue finales). Ojalá podáis acercaros. Besos y abrazos!

The Omist & Lozano Team

14 noviembre, 2011

1Q84. Libro 3. Haruki Murakami.

En tiempos de acelerado consumo cultural, la prerrogativa de dividir una única obra en varias partes parece sólo al alcance de creadores con un sólido fenómeno fan a sus espaldas. Quien pasó dos veces por taquilla para averiguar si la Novia cumplía su venganza contra Bill o para asegurarse que el último acto cinematográfico de Harry Potter había sido respetuoso con su fuente original, no seguía tanto a una historia como a un líder. Al solicitar a sus lectores ese acto de fe que suponía aguardar en vilo unos meses a la espera de una incierta salida a un laberinto de diseño intrincado, Haruki Murakami tomaba plena conciencia de sus status de estrella global y, a la vez, como desafiándolo, secuenciaba una obra arriesgada y críptica que podía dejar por el camino a muchos devotos. Puesto que los tres libros que componen 1Q84 giran en torno a una secta, Vanguardia, cuyo cabecilla es asesinado, resulta tentador afirmar que, a través de ellos, Murakami ha actuado también a la manera de un iluminado que exige a sus fieles que venzan su incredulidad y acepten su palabra revelada. Al ser principalmente conocido por la excepción realista de su carrera, el drama romántico Tokio Blues. Norwegian Wood, y dada su gracia para captar el fluir de las tareas mundanas de sus personajes, puede olvidarse que el escritor japonés demanda del lector que entre en sus universos con idéntica pureza que, pongamos, J.R.R Tolkien en los suyos. 1Q84 se limitaba a subir de golpe varios peldaños el nivel de exigencia y confianza del pacto. Y lo hacía con la aventura paranormal de Aomame y Tengo, compañeros fugaces de colegio que a los diez años conectaban platónicamente al darse la mano, y que dos décadas después se encontraban sin explicación en un mundo alternativo a 1984 con dos lunas flotando en el cielo. El asombro se prolongaba al descubrirse agentes decisivos en una atávica lucha entre el bien y el mal, que los propulsaba a buscarse a ciegas entre una confabulación de fenómenos extraños.

Su perplejidad era espejo de la nuestra y los interrogantes se agolpaban al final de 1Q84. Libros 1 y 2, pero la corriente que nos había arrastrado hasta ahí – una mezcla de misterio, atmósferas perturbadoras, golpes de efecto, personajes estrafalarios, tersa cotidianidad, toques humorísticos…- era demasiado fuerte para detenerse a pensar mucho. Ahora bien, disfrutar del libro 3 dependerá de las expectativas que haya incubado el lector (y de cuan intacta quedara su fe) en este paréntesis reflexivo. Quien confiara en una resolución cartesiana para una novela donde hay unos seres diminutos (la Little People) que salen de la boca de una cabra y tejen una crisálida de aire, y donde una chica se muere de amor y daría su vida por alguien al que de niña apenas rozó los dedos, saldrá magullado, aunque siempre le quedarán momentos para la emoción (el pueblo de los gatos con su trío de enfermeras) o la risa (las visitas del cobrador de la NHK). El que se abandone al sueño obtendrá la recompensa de ver cómo desde la torre de control de la fantasía se contaba con un plan de vuelo (a la manera en que lo exigía Gianni Rodari en los cuentos infantiles).

Dividida en capítulos que van alternando las peripecias de Aomame (que representa la claustrofobia del encierro físico, por cuanto permanece en un piso franco huyendo de la secta, pero también mental al no salir de su bucle de obsesiones), Tengo (que supone, en cambio, el desplazamiento tanto geográfico, por medio de sus visitas a su padre enfermo, como íntimo, al buscar de aquél respuestas a su identidad) y Ushikawa (el detective contratado por Vanguardia para dar con el paradero de la primera), la novela, de ritmo pausado y tono introspectivo, abunda en preguntas retóricas acerca del sentido de la vida, que en ocasiones se perciben como dudas del propio autor sobre su relato en marcha. Al igual que cualquier obra de ficción sugerente y atrevida, existen muchas formas diferentes de interpretarla, y quizás aquí reside su grandeza. Entre ellas, como una pieza metafísica compuesta para tres personajes que, confusos y perdidos, se cuestionan por hacia dónde van, en qué creer y cuánto pueden fiarse de los sentidos. El trío coincide en que vivir es habitar un lugar desconcertante, abstracto y de fronteras difusas en el que hay que armarse de esperanza de cara a superar pruebas. Una definición modélica de lo que supone avanzar por 1Q84. Libro 3. Antonio Lozano (Publicado en "Cultura/s" de La Vanguardia)

09 noviembre, 2011

Sobre "El rey pálido" de David Foster Wallace

Como cualquier genio, David Foster Wallace (DFW) era dueño de una personalidad que, de tan compleja y abarcadora, emitía señales contradictorias, no siempre descifrables. Al tiempo que el mundo quedaba asombrado ante su inteligencia omnisciente y sus infinitos recursos retóricos, hasta encumbrarlo como el paladín del segundo advenimiento del posmodernismo, él se declaraba un escritor tradicionalista y conservador, lamentando la caída de gran parte de la literatura americana de su tiempo en la trampa de la ironía y el cinismo. Su formación en el terreno de la filosofía, con una especial querencia por la lógica y las matemáticas, imbuía su ficción de unos marcados niveles de abstracción y hermetismo, pero él aseguraba que su interés primordial yacía en el carácter y la vida interior de sus personajes. Como cualquier superdotado, su don tenía una cara luminosa, en cuanto suponía un regalo para toda mente que, amiga de los desafíos, estuviera dispuesta a abrirse camino a machetazos por una jungla gramatical llena de tesoros semánticos, y un reverso negativo, el de la facilidad con que uno podía perderse por el camino e incurrir en manipulaciones (por ejemplo, esa conversión de su discurso del Kenyon College en un librito de recetas new age titulado This is Water) o malentendidos (por ejemplo, su coronación como mago del artificio cool) para disimularlo. La decisión de publicar El rey pálido, novela que no sólo dejó incompleta sino deslavazada en fragmentos inconexos y carentes de una hoja clara de ruta, puede verse como la coda a esa incógnita que supuso siempre la distancia entre las intenciones del autor (que confesaba que sólo publicaba uno de cada tres o cuatro trabajos que empezaba y que criticaba duramente la mercantilización de la cultura) y la interpretación de su voluntad. ¿Qué DFW no destruyera tan caótico manuscrito fue una prueba de su deseo de que viera la luz a título póstumo o un documento de capitulación que situaba un fracaso profesional entre los factores que lo condujeron a suicidarse? Ante la duda, ¿debería imponerse el misterioso silencio del muerto o el deseo de ruido del vivo?

Esta ambivalencia se traslada por completo al crítico. Pese a que se intuyen los ingentes esfuerzos del editor Michael Pietsch por unir el amorfo puzzle de cara a tener “la oportunidad de echar un vistazo más a esa mente extraordinaria”, uno duda que semejante provisionalidad hubiese superado el corte de mínimos del autor y, a la luz de la obra en cuyo espejo de ambición y superación debía mirarse, La broma infinita, queda reducida a un borrador cargado de potencialidad al que los grandes destellos no evitan la falta de calcificación del conjunto. Al mismo tiempo, leyéndola se asiste el impagable eclipse resultante de que un tema esencial de DFW, el estudio de individuos prisioneros de sus límites mentales y físicos, coincida con la desestabilización extrema en la propia vida de su creador, que batalla contra sí mismo por sacar adelante un proyecto que quizás albergara en su núcleo un mecanismo de autodestrucción: la imposibilidad de novelizar el aburrimiento letal. El rey pálido pues como novela a su vez antropófaga con su autor y quimérica con su asunto, un doble fenómeno demasiado excepcional para que hubiese quedado restringido a los ojos de los investigadores que se acercaran al Harry Ransom Center de la Universidad de Texas, donde quedará depositado su legado, o circular sólo por medio de fotocopias clandestinas entre howling fantods (así se autoproclaman los fans más irredentos del escritor). Por otra parte, esto no significa que la mezcla de entrenamiento y adoración de ambos grupos no los convierta en los sherpas más facultados para coronar la cima.

Colocar o no la partitura

En la novela se produce la paradoja que su tronco central, que sigue la cotidianeidad de unos inspectores de Hacienda, deviene con frecuencia irritante, inextricable y, claro está, soporífero, tanto por la naturaleza de su asunto (el tedio que deben combatir), como por su falta de vertebración. Por el contrario, hay apartes sublimes como cuando DFW desmonta las mentiras comunes de la humanidad (el amor preprogramado de los padres vinculado al amor incondicional de Dios, el narcisismo visto a través de los horóscopos..), retrata a tipos detestables, enfermizos o colocados (el contorsionista, el bromista escatológico, la orgía anfetamínica..), observa tras lentes tridimensionales un espacio(el atasco de tráfico y la estructura de la sede de la agencia) o interpreta nuestro día a día bajo el prisma de lenguajes especializados (la familia como empresa con ánimo de lucro). Y, por supuesto, se apuntala el motor último de la ficción fosterwalleciana; interrogarse sobre los límites del lenguaje a la hora de traducir nuestros pensamientos, o cómo deshacer los nudos de símbolos para ir al sentido verdadero.

En su soberbio ensayo “Entrevistas breves con hombres repulsivos: los obsequios difíciles de David Foster Wallace”, contenido en Cambiar de idea (Salamandra), Zadie Smith señala: “No se puede leerlo y comprenderlo y disfrutarlo a semejante velocidad, del mismo modo que yo no puedo cogerle el tranquillo a las Variaciones Goldberg en un fin de semana. Su lector debe verse a sí mismo como un músico que coloca la partitura –el obsequio de la obra- en el atril, que decide tocar (…) Por supuesto, los argumentos que podrían emplearse con respecto a esta clase de lectura son poco razonables, del todo experimentales e imposibles de defender objetivamente. Al final, sólo puede decirse que su propia defensa es el obsequio difícil, y su profundo y gratificante placer es algo que sólo puede conocerse experimentándolo”. Touché.

El rey pálido, en cuanto obra inacabada y ambigua, amplifica el reto, sube las apuestas, dispensa frustraciones extra. Pero, una vez más, el camino puede ser arduo, pero la recompensa es generosa, aunque haya que pasar por encima del autor para recoger una ofrenda que nunca fue tal. Antonio Lozano

Publicado en el número de noviembre de la revista "Qué Leer"


01 octubre, 2011

1. En Ithaca se encuentra el mejor hospital para caballos de Estados Unidos, el cual facilita habitaciones de primera categoría a sus dueños dentro de las mismas instalaciones. La ciudad se siente también orgullosa del biotecnólogo que cultivó una variedad transgénica de tomate muy popular, conocida como "Frankenstein Tomato" y del profesor de 34 años que encontró la manera de que se pudieran enviar fotos desde Marte a la Tierra. No lo está tanto de haber tenido el récord de suicidios en un solo curso académico. En 2010 siete jóvenes se lanzaron al vacío desde uno de los dos puentes que flanquean la Universidad de Cornell. Por ello se han levantado vallas de hierro. A través de una de ellas se divisa el terreno donde se hallaba el laboratorio de Carl Sagan.

2. Escuchar el fluir del agua dentro de un árbol, comunicarse con los cuervos, un aparato que capta la emoción que embarga a un individuo que posee un miembro fantasma , un diccionario implantado en la yema de los dedos que al pasar estos por la página de un libro permite la traducción simultánea de las palabras y un cubo Rubik para ciegos son algunos de los shocks de la exposición "Talk to Me" del MOMA.

27 septiembre, 2011

Robots

Cruzaba la 8º Avenida, camino del segundo tramo de la High Line, cuando captó mi atención un gigantesco brazo mecánico dentro de una pecera completamente blanca. Pensé que se trataba de un reclamo de una empresa de tecnología, pero al levantar la vista descubrí que me hallaba frente a un hotel, llamado Yotel. Entré por curiosidad y lo que me encontré fue un hall aséptico con tres ascensores de acero inoxidable, carteles luminosos electrónicos dando la bienvenida y seis máquinas de pantalla táctil, como las que despliegan las compañías aéreas en los aeropuertos. Una pareja realizaba el check out en una de ellas en ese preciso momento. Acto seguido, se dirigió con sus maletas junto a la cristalera, detrás de la cual dormitaba el inmenso robot, tecleó algo en un ordenador, se abrió una trampilla, depositó su equipaje en una bandeja, se cerró la trampilla. La criatura, que uno situaría en una cadena de montaje de coches, despertó, agarró la bandeja con sus pezuñas negras de fibra de carbono y la depositó dentro de uno de los nichos libres que colgaban a unos tres metros del suelo en la colmena metálica y acorazada que custodiaba. Regresó a su posición de loto y a sus sueños eléctricos.
Cuando algunas horas después y por segunda vez en ese mismo día, una camarera me traía la cuenta antes siquiera de haber podido pedir algo de postre, pensé que no debía haber tanta diferencia respecto a esos restaurantes de Tokio que ya disponen de robots para servir a los clientes. Y cuando al día siguiente, un encadenamiento de errores humanos me hicieron perder mucho tiempo en mi trayecto de Nueva York a Ithaca consideré que la robotización del Sistema se estaba haciendo esperar demasiado. Pero al llegar a una Ithaca que empezaba a oscurecer, a una estación alejada del centro, sintiéndome desorientado e impotente, y venir a mi rescate un chaval con aire de Príncipe de Bel Air para llamarme desde su móvil a un taxi y darme una palmadita en la espalda antes de introducirme en el vehículo, decidí que jamás iría al Yotel y que la próxima vez dejaría un dólar extra de propina a las camareras con carreras en las medias.