Pocas veces he salido tan traspuesto del cine, tan estimulado intelectualmente y a la vez con la sesibilidad tan tocada en su línea de flotación. Cuánta belleza en la película de Kiarostami, cuánta humanidad, cuánto vértigo, cuánto juego, cuánta poesía. Colosal esa escena del café que provoca una mutación tan sugerente que invita a reflexionar sobre ella durante horas con una botella de vino (no picado) delante. Binoche sostiene unos primeros planos con la magia de un retrato de la escuela flamenca. La Toscana se saborea. A la salida de la sala, algo ha cambiado
dentro de uno.
|