El 8º enanito frota con dos dedos el botón plateado que le sirve de amuleto antes de salir de su escondrijo. A una distancia prudencial sigue los pasos del Cíclope, que se desplaza con la gracilidad de un saco de piedras arrastrado por una carretilla oxidada a la que le falta una rueda. Su concierto de bufidos y gruñidos podrían resucitar a un diplodocus extinguido hace millones de años. Pero hay algo que compite denodadamente por apropiarse del mayúsculo espacio sonoro que los rodea: el estómago del 8º enanito ruge como si un centenar de enfervorizados leones estuvieran al volante de bólidos trucados. No recuerda la última vez que probó bocado. Ahora mismo, sin pensárselo dos veces, se cortaría una mano por una ensalada con higos, salmón y queso de cabra. Mientras en su cabeza se forma la imagen de una ensalada con higos, salmón y queso de cabra tan suculenta y perfecta que merecería sevir de modelo a un bodegón a colgar de una de las paredes de un prestigioso museo, descubre que el monstruo ya no está delante de sus ojos. En su ensimismamiento se le ha esfumado. Inaudito. Imposible. Increíble. ¿Cómo puede uno perder de vista una pierna de cordero que se la está zampando en un plato de postre? Concluye que se acaba de complicar mucho la vida. (Continuará...)
01 octubre, 2007
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