El recuerdo que vino a socorrer al 8º enanito había tenido lugar en un momento muy delicado de su etapa prepubescente, cuando no habia un día en que no se convenciera de que lo que había a su alrededor era solo una parte infinitesimal de cuanto existía. Lo que sus ojos veían y sus manos tocaban era apenas el proscenio de un mundo asombroso del todo indetectable para el radar enano. La convicción de que otras especies contaban con una sensibilidad más afinada o un sentido extra que les permitía acceder a esta vívida y asombrosa realidad paralela le frustraba profundamente. De aquí que lo que aconteció en el transcurso de aquel paseo otoñal, llamado a ser un intrascendente ejercicio más de tonificación muscular, tuviera un significado especial añadido a su ya de por sí chocante extrañeza. Caminaba, como era su costumbre, en posición de relajamiento, con los ojos alzados hacia las peladas copas de los árboles y las manos a la espalda, cuando su cabeza impactó con algo duro que lo tiró al suelo. Ligeramente conmocionado, levantó la vista para toparse con la pata de una tabla de planchar, artilugio que, al ser inédito en la cotidianedad enana, tomó por una amenazadora máquina extraterrestre. Lo que acabó de congelarle el espinazo fue distinguir la presencia de unas garras rodeadas de pelo. Estas pertenecían a un koala que, igual de sorprendido que el 8º enanito por la súbita aparición de un desconocido, había interrumpido la acción de plancharse su camisa roja de dos bolsillos. Ambas criaturas entrecruzaron miradas de estupefacción, pero mientras que la expresión del 8º enanito no pudo sacudirse el pánico, la del koala se dulcificó enseguida. Y, entonces, este último hizo algo que desconcertó profundamente al primero. Se agachó, acercó su rostro y le introdujo en uno de sus bolsillos un botón plateado. Acto seguido, se enderezó, dio un par de pasadas finales a la camisa, se la puso, recogió la plancha y se marchó con ella bajo el brazo, perdiéndose en la espesura del bosque no sin antes despedirse con un guiño. Anque aturdido, no sabía si más por la contusión o por el inesperado regalo, el 8º enanito se recuperó pronto e interpretó aquel raro episodio como una demostración de que era un elegido. No sabía para qué, ni cuándo tendría ocasión de demostrarse su intuición. Lo único incontestable era que aquel botón se iba a convertir en un talismán del que echar mano en las situaciones más apuradas. (Continuará...)
27 agosto, 2007
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