Versión íntegra del artículo sobre la correspondencia de Kerouac, Ginsberg y Hunter S. Thmposon publicado este agosto en el suplemento "Cultura/s".
BEATNIKS Y GONZOS
Entre mediados de los años 50 y de los 70 del siglo
XX, la paranoia atómica, la lucha por los derechos civiles, Vietnam, el
Watergate… provocaron que las placas tectónicas de los Estados Unidos no
dejaran de sufrir sacudidas. El periodismo y las letras del país experimentaron
una serie de autocombustiones que buscaron a un tiempo socavar los cimientos
sociales, proponer un nuevo paradigma cultural, expandir los límites de los
géneros de creación y, como toda revolución que se precie, empujar al individuo
a cuestionarse la inmovilidad de las leyes que gobernaban su realidad. La
política y la publicidad se conjuraban para crear un mundo peor que la
escritura podía denunciar y ayudar a resquebrajar. Los viejos modelos no
servían, había llegado la hora de jugar a la contra.
El movimiento trascendentalista de Emerson, Thoreau
y Whitman había desbrozado el sendero en el siglo XIX invitando a la búsqueda
de una energía cósmica interior por la vía del panteísmo. El mandarín beatnik
Jack Kerouac, su íntimo amigo y compañero de viajes siderales Allen Ginsberg y
el cronista rabioso Hunter S. Thompson fueron tres de los principales reactores
de este furor colectivo por tergiversar el orden. Una reinvención del poder de
la palabra de la que participó el surgimiento de ese Nuevo Periodismo que
mezcló el dato y el invento y, con un ánimo más sutil, la novela de suburbio,
que desmontó la felicidad prefabricada de extrarradio, sin olvidar, por
supuesto, a malditos que ululaban por libre como Charles Bukowski o John Fante.
La coincidencia en librerías de El escritor
gonzo. Cartas de aprendizaje y madurez, 1955-1976, una selección de las casi
20.000 misivas que Hunter S. Thompson envió a lo largo de su desaforada
existencia, y de Cartas, la compulsiva correspondencia que Kerouac y Ginsberg
mantuvieron entre 1944 y 1963 se antoja de lo más pertinente en la actual
coyuntura de indignación ciudadana, desconcierto, búsqueda de sistemas
alternativos y crisis de la prensa. Basta pensar en las resonancias de los títulos
más emblemáticos del trío para entender su adecuación al presente de las
plazas: En el camino, Aullido y Miedo y asco en Las Vegas (imposible que no se le
cruce a uno la imagen del magnate Sheldon Adelson).
En la intimidad del papel timbrado la aureola mítica
de todos ellos contrasta con un estado de ruina económica permanente,
acumulación de rechazos editoriales, broncas con los agentes y un sinfín de
trabajos alimenticios, todo harto más doloroso si uno está seguro de poseer una
obra que convulsionará al mundo. Porque, ¿acaso la mera conservación de esta
correspondencia no revela la fe de cada uno de ellos en su gloria futura
-Thompson escribía sobre papel carbón para tener copia, Kerouac habla de una
clasificación perfecta y de un archivador metálico que le facilita su consulta?
Y hablando del porvenir, ¿el email imposibilitará recopilaciones de esta
naturaleza o la cualidad electrónica de los mensajes fomentará su vuelco en
ebooks? Pero abramos un buzón de los de antes, de hierro y llave, para ver qué
se contaban estos aventajados hijos de la contracultura.
Bilis justiciera
Aunque fueras su jefe en un periódico, su agente
literario o su editor, Hunter S. Thompson te iba a regar con apelativos como
“sanguijuela”, “subnormal” o “cagatintas”, conseguiría destrozar parte de tu
mobiliario, te iba a amenazar con romperte algún hueso y luego pedirte prestado
dinero. Pero ese mismo kamikaze deslenguado, loco y suicida se iba a infiltrar
en las guaridas de contrabandistas de Aruba, en prostíbulos de Brasil y bandas
de moteros de California, iba a departir con vagabundos, hippies, guitarristas,
tahúres e inmigrantes ilegales, iba a llegar más lejos que cualquier otro para
ofrecerte un reportaje en carne viva, the real thing. En el transcurso de una
delirante campaña en 1970 para convertirse en el nuevo sheriff de Pitkin
County, Colorado, bajo la bandera del Partido del Poder Freak, el escritor
envía una misiva que ilustra un posible censo de sus compañeros de armas: “La
suerte está echada. Sólo falta saber cuántos frikis, drogatas, delincuentes,
anarquistas, beatniks, cazadores furtivos, sindicalistas revolucionarios,
moteros y otros bichos raros saldrán de sus respectivos agujeros para votarme”.
Que Thompson perdiera por apenas 400 votos de un total de 25.000 demuestra que
no sólo era apreciado por los parias y los outsiders sino que, detrás de su
imagen de peligro público aficionado al LSD, la mescalina, el whisky, las armas
y los doberman, circulaban argumentos que buscaban de forma sistemática alertar del daño que se hacía en nombre
del sueño americano. Colegas de la talla de Tom Wolfe o William Kennedy veían
en él a un genio estrambótico, empeñado en inseminar su cólera en artefactos
narrativos que trajeran algo de justicia social.
Precisamente la distancia entre su asociación
póstuma con una malcarada estrella del rock, que empleó la revista Rolling
Stone como
trampolín para sus excesos, y su intención última de ser un moralista combativo
en la estela de George Orwell, Jack London o H.L. Mencken se postula una de los
rutas más interesantes que abre la lectura de El escritor gonzo. Las etiquetas de “periodista
independiente” o “francotirador de las letras” alcanzan su pleno significado en
la figura de Thompson, quien demostró que para encarnarlas uno debía estar
dispuesto a pasar hambre, ser desahuciado de su piso, morder la mano que le
daba de comer, arriesgarse a que su objeto de estudio lo apalizara –como le
ocurrió con Los Ángeles del Infierno-, tener siempre a sus enemigos en el punto
de mira –de Nixon, su bestia negra, comenta “era un animal que había que
exterminar”- y saber que la realidad es tan grotesca que uno sólo puede
aproximarse desde la carcajada irónica –en una entrada con apenas 21 años
declara “riámonos del mundo a través de nuestras gafas empañadas por el hongo
atómico”.
La correspondencia de Hunter s. Thompson también
facilita un acceso privilegiado a la concepción que el padre del gonzo –a raíz de la publicación
en la revista Scanlan´s Monthly del reportaje El derby de Kentucky es decadente
y depravado
en 1970- tenía de esta mutación personalista de los códigos del Nuevo
Periodismo. A pesar de que el escritor no consiguió ver publicada su única
novela hasta 1988 –Los diarios del ron, motivo de una reciente y descafeinada
adaptación cinematográfica de Bruce Robinson-, se veía, antes que nada, como un
contador de historias y entendía el periodismo a la manera de un laboratorio de
creatividad. De aquí que subrayara que “gonzo es un estilo de “información”
basado en la idea de William Faulkner de que la mejor ficción es mucho más
verdadera que cualquier tipo de periodismo… cosa que siempre saben los buenos
periodistas”.
Desesperado y violento
Muy lejos de la estereotipada visión del autor
flotando en un permanente sueño lisérgico, propia de aquel al que apodaban
“Billy el Niño con anfetas”, estas cartas dejan de manifiesto hasta qué
extremos consideraba fundamental tener en todo momento el control del relato.
Respecto a su obra más célebre, Miedo y asco en Las Vegas, confiesa la dificultad que
le comportó simular que estaba componiéndolo bajo los efectos de las drogas:
“Los directivos de Rolling Stone han creído a pie juntillas en el carácter y
detalles del artículo. Están totalmente convencidos de que empleé el dinero
para gastos en comprar droga y de que fui a Las Vegas bajo un colocón de
órdago. Creo que es mejor no sacarlos del error; impresiona más creer que de
aquella pavorosa experiencia salió un artículo como el mío”.
La vida de este animal salvaje que hizo de su máquina de escribir una trinchera,
que fue vigilante nocturno en una sauna, que vendió su sangre para echarse algo
a la boca, que se ofreció a Lyndon B. Johnson como gobernador de Samoa
oriental, que mantuvo una correspondencia sustentada en la admiración mutua con
Jimmy Carter, que profetizó la llegada de Reagan a la Casa Blanca, que a un
lector de 14 años animaba a “ser un rebelde a tu manera” y a una lectora de 91
le recriminaba haber votado a “ese chorizo cabrón” de Nixon, tuvo puntos de
convergencia con los beatniks, sobre los que aseguraba impartir conferencias. A
Allen Ginsberg le escribe solicitándole permiso para incluir su poema “To the Angels” en Los Ángeles del
Infierno, advirtiéndole que “estoy a dos
velas y desesperado, lo cual significa que no podré pagarte un duro”. Al agente
Rod Sterling, artífice de que Viking Press publicara En el camino, le comunica su disconformidad con su decisión de no
representarlo como sólo él sabía hacerlo: “Cuando le ponga los ojos encima,
pienso aplastarle la cara y esparcir sus dientes por la Quinta Avenida”.
Flores mutuas, gemidos privados
Las cartas entre Jack Kerouac y Allen Ginsberg, por lo general plomizas y
serpenteantes, que con frecuencia dan la impresión de haber sido redactadas de
manera apresurada y bajo el efecto del mismo tipo de sustancias que pirraban a
Hunter, misivas que fluctúan entre la pretenciosidad, el cripticismo, el
lamento y el arrebato místico, rinden a su vez testimonio de dos almas casi
gemelas, de una amistad rayana en la dependencia, de una alianza creativa entre
pares de la palabra revelada, en definitiva, de uno de los cordones umbilicales
más resistentes y sui generis que
seguramente ha dado la Historia de la Literatura.
En la hemorragia verbal que suponen estas Cartas los pilares de la
generación beat se dedican a lamer las heridas del otro, se entregan a la
mejora de las obras respectivas sin descuidar irse recordando que son los
mejores escritores del mundo, planean un sinfín de proyectos y de encuentros
frustrados, cotillean con alevosía sobre los amigos (en especial sobre William
Burroughs, el colmo de la pesadez, de quien Anagrama ha recuperado en bolsillo Y
los hipopótamos se cocieron en sus tanques, su expiatoria novela a cuatro manos con
Kerouac), despotrican contra la América del capital, y hacen proselitimo acerca
de las sucesivas vías hacia la verdad que les va asfaltando su colección de
credos alternativos.
Kerouac le dio a Ginsberg el título Aullido –del que Sexto Piso ha
publicado recientemente una edición ilustrada- y su amigo no sólo se lo dedicó,
sino que tras su mítica actuación de 1955 en la Six Gallery de San Francisco,
donde lo recitó por vez primera, le escribió que “ me salió con tu método,
sonaba a ti, una imitación prácticamente. Qué avanzado estás en esto”. Tras
leer la crítica de The New York Times de septiembre de 1957 que convirtió En el camino en un bestseller, Ginsberg
le comenta que “casi me eché a llorar, era muy auténtica y elegante, Bueno,
ahora no tendrás que tener miedo de existir sólo en mi dedicatoria y tendrás
que gemir bajo tu larga sombra”
Porque gemir, gemía mucho Jack, que en esta
correspondencia se autorretrata como un ser vulnerable e hipersensible. Alguien
que en 1949 escribe “Quiero que me dejen en paz. Quiero sentarme en la hierba.
Quiero montar en mi caballo. Quiero follar con una mujer desnuda en la hierba
del monte. Quiero pensar. Quiero rezar. Quiero dormir. Quiero mirar las
estrellas”. Y que en 1954, tras abrazar el budismo, deja escrito que “ya no
deseo nada, ni escribir, ni tener relaciones sexuales, nada, he renunciado, es
decir, espero renunciar a todas las malvadas emanaciones de la “vida”.
Huir o versificar el Universo
Pero aún faltaba su involuntaria conversión en un
profeta, aquello que irónicamente más anhelaba ser Ginsberg, tras la
publicación de En el camino. Un libro con el que en 1949 deseaba “ escribir
sobre la generación desquiciada, colocar a la gente en el mapa, realzar su
importancia y hacer que todo empiece a cambiar una vez más, como siempre sucede
cada veinte años”. Un libro que en 1952 se le antoja a su escudero impublicable
puesto que “es tan personal, está tan lleno de lenguaje sensual y de
referencias mitológicas nuestras que no sé si algún editor le encontraría
sentido”. Un libro escrito en mayo de 1951 con café y no con bendecrina, sobre
un papel de dibujo de Bill Cannastra y no sobre un rollo de papel de cebolla de
teletipo, dos errores que le hace notar a Ginsberg en relación a su crítica
para Village Voice, pese a lo cual el elogio que derrama “es de lo mejor que he
visto, naturalmente”. Un rollo de 36 metros de largo y 22 centímetros de ancho
que estos días es la estrella de la exposición “Sur la route de Jack Kerouac:
L´épopée, de l´écrit a l´écran” en el Musée des Lettres et Manuscrits de París.
Y un libro/rollo que en flagrante contradicción con el inconformismo que lo
animó, ha acabado convertido en una película de Walter Salles, que tuvo su
première mundial en el pasado Festival de Cannes, y del que el sello Penguin ha
comercializado un amplio merchandisign que incluye llaveros y termos. Qué habría
pensado su padre de esto, un individuo que, tras el advenimiento de la fama le
escribe a Ginsberg: “estamos en el comienzo de algo grandioso, abandonemos
esto, despreciemos la publicidad, vayamos al subsuelo, emprendamos la búsqueda definitiva
de las cuevas del oro (…) que le den por culo al monstruo”.
Sin embargo, el poeta de la meditación y de las
enseñanzas mayas, aquel que tiene alucinaciones cósmicas con la voz de William
Blake resonándole en los oídos, que anhela escapar del “chato mundo real”, que
en cierta ocasión vio más allá de su vida y entendió que debía ir allí, que
admite que lo suyo es el “egocentrismo emocional”, no escucha a su amigo, que
de forma muy temprana ya lo tildó de “pequeña comadreja que juega a engrandecerse”.
Porque lo de Allen Ginsberg es mesianismo y alucinación, es no dejar de pensar
en el gran poema destinado a explicar el Universo. Antes que John Lennon
hablando de Los Beatles, ya entendió que sólo existía un espejo en el que Jack
y él podían mirarse: “La imagen pública en general de los beatniks viene del
cine, de Time,
de la tele, del Daily News, del Post, etc., para los enrollados es una impostura, para
la masa es el mal y para los intelectuales liberales algo desordenado y
caótico, pero eso es lo bueno y lo que me gusta por extraño que parezca, que
aún somos tan misteriosos para los filisteos que es inevitable que nos
malinterpreten, porque ¿cómo va a percibir toda una nación la ilusión de la
vida en un año? Y puesto que somos defensores del compañerismo y el satori, ¿cómo se puede esperar que
la masa nos comprenda en estos mundos hostiles? La burla es el cumplido
inevitable. Fíjate en lo que le pasó al pobre Cristo: lo crucificaron”.
En un combate de boxeo entre el ego de Thompson y el
de Ginsberg, sólo podría habido un vencedor a los puntos. Muy lejos del ring,
Keroauc estaría contemplando las estrellas desde algún risco, mordisqueando la
comida que habría preparado con sus propias manos. Este, aseguraba, era su plan
de vida ideal. Antonio Lozano
El escritor gonzo. Cartas de aprendizaje y
madurez, 1955-1976.
Hunter S. Thompson. Ediciónd e Douglas Brinkley. Traducción de Antonio-Prometeo
Moya. Anagrama. 520 págs. 24,9 euros.
Cartas. Jack Kerouac y Allen Ginsberg. Edición de Bill
Morgan y David Stanford. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama. 589
págs. 24,9 euros.
Aullido. Allen Ginsberg y Eric Drooker (ilustr.). traducción
de Rodrigo Olavaria. Sexto Piso. 226 págs. 24,9 euros.
Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques. William S. Burroughs y Jack
Kerouac. Traducción de Fernando González. 192 págs. 8 euros.
Los diarios del ron. Bruce Robinson. 2011.
On the road. Walter Salles. 2012.
Sur la route de Jack Kerouac: L´épopée, de
l´écrit a l´écran.
Musée des Lettres et Manuscrits (del 16 de mayo al 19 de agostod e 2012).